HABITAR EL HASTÍO Y EL DESASOSIEGO
El viaje
A finales del siglo diecinueve y a unos treinta y cuatro kilómetros de lo que hoy es Tegucigalpa fue fundado un pequeño pueblo que inicialmente fue llamado Villa de San Juancito y al que en la actualidad sólo se le conoce como San Juancito.
Los buses que salen desde Tegucigalpa lo hacen cada hora y media o dos, si no, siempre se puede tomar uno que va hacia Cantarranas que tienen más o menos la misma intermitencia -la de las luciérnagas en slowmotion-… El camino se recorre lento, se puede sentir cada uno de los poco más de treinta kilómetros acomodarse en el culo y en el aburrimiento. Hacia arriba, todo es hacia arriba y los buses son como enormes zompopos que cruzan las montañas para poder llegar a San Juancito.
El pueblo fue fundado producto de la actividad minera que realizó durante muchos años, y con toda la avaricia posible, la Rosario Mining Company. «La Rosario», para los amigos. Detrás del hastío provocado por sesenta y dos años de olvido existe la leyenda del pueblo que pudo tener prosperidad, la del pueblo que tuvo el primer cine de Centroamérica, la leyenda del primer pueblo con electricidad. Un pueblo que ahora no puede ni siquiera tener acceso a una señal óptima de telefonía celular. San Juancito es silencioso, hasta el punto de dar la impresión que es un pueblo inhabitado. Sólo las voces de los niños en la escuela primera pueden delatar la existencia de seres humanos en un lugar venido a menos.
El desinterés o quizá el desprecio por este lugar pudo venir debido al abandono que sufrió por parte de «La Rosario», quien un día montó maletas y se largó, pero antes de irse dinamitó cada una de las minas y las georreferenció. San Juancito ahora es de la minería un leve reflejo en un espejo muy sucio y al que nadie le interesa limpiar.
San Juancito está en una de las zonas de amortiguamiento del parque nacional La Tigra, y esta zona ha sido terriblemente dañada por la plaga del gorgojo que afecta al bosque de pino. La plaga del gorgojo ha pintado la nueva cara de San Juancito, la de las montañas descombradas y negras tras la quema. La quema ha producido una inmensa bruma que cubre la ciudad de Tegucigalpa, bruma, que ni siquiera la primera lluvia que anunció la llegada de mayo ha podido lavar. Hasta allí me dirijo, hasta el abandono sufrido por la vida, para ver con mis propios ojos el impacto que esto produce en la vida lenta y cotidiana de los pocos pobladores de un pueblo que cayó en el desencanto.
El canto de las cigarras
Durante el camino en bus conocí a una mujer de unos sesenta años, un poco más, un poco menos, la verdad es que yo soy incapaz de calcular la edad de las personas. Esta mujer es Nora, que al saber por qué viajo hacia San Juancito ha prometido llevarme a conocer a un señor que puede contarme acerca de cuando la plaga del gorgojo atacó el bosque de pino en 1964.
Me enviaron una foto digital de la portada de un diario que se editaba en la década de los sesentas en la ciudad de San Pedro Sula, el diario era «Correo del norte». La fotografía que me llega a mi celular es la de la portada de una edición de octubre de 1964 en la que apareció publicado un artículo sobre el brote de gorgojo en el bosque de pino. El titular que encabezó el artículo fue escandaloso y decía «Docientos mil pinos se pierden diariamente afectados por el gorgojo», en el artículo se especifica que para entonces, el seis de octubre de 1964, el impacto económico había alcanzado los seis millones de lempiras. Ésta es la razón por la que quise saber la historia contada por alguien que lo haya visto.
Nora me hace bajar en la primera de las dos paradas que realiza el bus que va hacia Cantarranas para los pasajeros que como Nora y como yo, tenemos a San Juancito como destino. Cruzando hacia el otro extremo de la carretera, Nora, me lleva a una casa que tiene un arbusto de napoleón que reboza del intenso color magenta de sus flores.
–¿Está su papi? Le pregunta Nora a un hombre moreno, panzón y con un bigote frondoso, que está enfundado en un jean que ha recortado para hacerlo short y una camiseta blanca de tirantes y que al verme llegar saca la mejor de sus miradas de desconfianza.
–Sí, le dice sin despegar la mirada de mí. –¿Está mi papi allá atrás, vos? Le dice a una mujer en un vestido negro como de fiesta de noche, ella dice que sí y nos invita a pasar.
Caminamos hacia la parte de atrás de la casa, guiados por esta mujer, donde descubrimos una segunda casa, un poco más pequeña que la casa principal y que sirve como granero y cocina, las dos casas son de bloques y con un repello tosco. Un caballo amarrado en un costado y debajo de un árbol que no logré identificar, un burro, o una mula. El olor entonces era el del estiércol de los animales de carga.
La señora del vestido negro de fiesta de noche y sandalias de hule verde es Reina Sánchez, de unos treinta y cinco o treinta y siete, a ella tampoco le he podido calcular la edad, lleva el pelo amarrado en una cola de caballo y un poco desaliñado. Reina es una de las hijas de Tomás Rafael Sánchez, de noventa y tres años, lo sé porque él me lo contó.
–Papi, este muchacho lo viene a buscar a usted… le dice y con ternura le soba la cabeza con el poco cabello blanco que le queda. –Casi no escucha, me dice ella. Las manos de Reina tienen uñas descoloridas, vestigios de un esmalte blanco y barato, es quizá la muestra de una mujer que lava ropa para poder ganar algo de dinero.
Tomasito, como le dicen las personas que le conocen, deja a un lado su taza de un vidrio transparente con un café a medio andar para extenderme su mano temblorosa por el paso de los años en su cuerpo. Al sentir su mano en la mía pude percibir la fragilidad de la edad en él.
Le cuento el motivo de mi visita y con un notable esfuerzo logra escucharme, me doy cuenta, pero me parece que no me ha escuchado del todo bien así que me le acerco un poco y le repito que he llegado a San Juancito para hablar con las personas de su edad sobre la plaga del gorgojo del sesenta y cuatro.
–Ah sí, –me dice con una voz que parece quebrarse al pronunciar las palabras–, lo recuerdo, pero eso pasó hace como setenta años.
–¿Usted lo vio don Tomás? Le pregunto.
–No… yo no vivía aquí.
Don Tomás enviudó hace dos meses, se le nota una tristeza que se la hace díficil ocultar. Me cuenta que cuando él era joven y recién se acaba de casar con su compañera vivieron esos primeros años de vida conyugal en Sabaneta en Valle de Ángeles. Don Tomás es un hombre campesino que no supo otra cosa que trabajar la tierra durante todos sus años pero que ahora la edad lo ha puesto al cuidado de sus hijos y de sus hijas que dan muestra de amarlo profundamente.
Vuelve al café don Tomás, sus brazos se mueven despacios. Con la mirada puedo hacer el trayecto que hacen para tomar la taza de café y cómo luego, con el mismo esfuerzo esas manos temblorosas acercan la taza a la boca y entonces don Tomás bebe un pequeño sorbo, moja sus labios en el café y se prepara para seguir contándome aquello que él quiere contarme.
–El fuego también quema al pino pequeño. Me dice, como recordando algo de pronto. No puedo evitar verlo con curiosidad y pensar en mi vejez, no puedo darme cuenta que no puedo tener certeza ni siquiera de llegar a la mitad de años que don Tomás ha recorrido.
Me insiste que el gorgojo sólo afecta la corteza del árbol y que debería bastar con fumigar. Reina me cuenta que por las noches, poco después de las siete de la noche, han visto pasar rastras con madera.
–Nos hemos preguntado si no es cosa del gobierno. Me dice Reina con cara de preocupación.
A don Tomás se le ve fatigado, mi visita lo ha cansado y prefiero despedirme para dejarlo en paz, no siento ningún derecho de seguir incomodando su tranquilidad, ya he interrumpido su ritual del café, no puedo evitar sentirme como un invasor a un espacio tan lleno de ternura. Me despido de don Tomás y lo dejo sentado en el sofá roto en el que descansa. Me vuelve a estrechar la mano ahora para despedirme con una sonrisa hermosa y unos ojos cansados que me ven como buscando algo que no logro descifrar. «Que le vaya bien», se despide. Yo le agradezco y le digo que ha sido un placer conversar con él.
El viejo vuelve al café y a su soledad, quizá al recuerdo de su esposa fallecida.
Reina nos guía a Nora y a mí hacia la salida. Afuera, en la distancia del bosque, el ruido agudo e incansable de las cigarras es un loop que habita en la atmósfera con la que me recibe San Juancito.
–No dejan sacar madera a los dueños de los lugares, les dicen que tienen que sacar un permiso. Me cuenta Reina como queriendo continuar la conversación que yo tenía con su padre.
–¿Quiénes? Le pregunto.
–Ellos… me dice.
«¿Quiénes son ellos?» Me pregunto, sin encontrar una respuesta clara. Se me ocurre que pueden ser los aserraderos de la zona que están haciendo tangible el dicho, «hacer leña del árbol caído».
Le digo a Reina que cuando venía vi la montaña quemada y que me gustaría ir a sacar algunas fotografías porque no creo que las que tomé mientras venía en el bus estén buenas. Ella me dice que mejor no vaya porque allí es peligroso. Le pregunta a su hermano, el hombre moreno y panzón del bigote, si es seguro que vaya. Él dice lo mismo, que es mejor que no.
–Allí han matado y han asaltado a varias personas, a usted le van a notar que no es de aquí, mejor no vaya. Me dice este hombre que ya se ha despojado de esa mirada de desconfianza que tenía al principio.
Reina me recomienda que es mejor que visite a Julio Rodríguez, que él es guardabosque de La Tigra y que él me puede contar más sobre el gorgojo, que me puede llevar a la zona quemada. Me despido de Reina y de su hermano. Les agradezco haberme dejado conversar con su padre. Tomó la moto taxi «cero uno». Su conductor es un chico de unos diecinueve años, se llama Marvin. Le pregunto si conoce a Julio y me dice que sí, entonces le pido que me lleve hasta su casa.
continuará…