–Es una hora. Me dice Félix Rivera, de treinta y dos años, alto, fornido, con brazos largos y espalda ancha, y que trabaja hace cuatro años para la cooperativa de café en San Juancito.
La tarde ha caído, lo único que me parece imperecedero en San Juancito es el silencio de fondo tras el canto de las cigarras. Ese canto que después de un rato se vuelve imperceptible pero que está allí hasta que ya no lo está, no es posible darse cuenta en qué momento termina, sólo queda el silencio tras su paso, y es un silencio inescrutable como la noche que comienza a cubrir el pueblo.
Con la llegada de la noche ha llegado también la lluvia. Una lluvia premonitora. Una lluvia que promete tragar el mundo y permitir que lo vea. Se va la electricidad. La lluvia es cerrada como la noche misma y todo queda adentro. Así que no queda más que dormir, pasar en silencio las horas hasta quedarse dormido.
He quedado de verme con Félix a las siete de la mañana en el parqueo del edificio donde opera la Cooperativa de café COMISAJUL. Lo primero es tomar una taza de café que él me ofrece, sólo allí comenzamos a hablar del viaje.
–¿Cuánto es hasta donde vamos? Le pregunto.
–Una hora, quizá hora y media, todo depende del camino.
Hacia arriba en la montaña hay dos comunidades: Guacamayas y San José, dos lugares a los que un bus sube dos veces al día. Es el único transporte público al que la población de la zona puede tener acceso. Todo lo demás deben hacerlo andando o en un animal de carga, un caballo o una mula.
Después del café Félix y yo bajamos de su oficina. La mañana se abre paso tan despacio como todo en San Juancito. La vida anda lenta, se toma su tiempo para existir. Hacia enfrente la escuela primaria y la bulla de la infancia. El sonido del agua golpeando las piedras en el río que cruza el pueblo. Félix abre el hood de la Mitsubishi beige y comprueba el nivel de agua del radiador. El motor comienza a calentar, la espera será de veinte minutos, mientras tanto no me queda más que observar los cuidados que Félix tiene con el auto en el que subiremos la montaña. Mi escaso conocimiento sobre el funcionamiento de los autos me deja en calidad de observador de todo este ritual.
–Es hora, vámonos. Me dice.
Vamos lento. Me da la impresión que es porque todo es así en San Juancito. Félix me cuenta de la vida cotidiana del pueblo. San Juancito es un lugar bastante parecido a una vieja fotografía impresa en un papel que con el paso del tiempo ha ido perdiendo los colores. La ganadería y la agricultura en menor escala son algunas de las actividades y ésta última únicamente para el consumo de las familias, porque no existe forma de que las familias la utilicen como su actividad central económica debido a la incipiente producción. Lo que en realidad parece suceder en San Juancito es que producto de «La Rosario» las nuevas generaciones heredaron la experiencia de quienes trabajaron en la mina, y estos jóvenes que con sus padres y abuelos aprendieron a operar maquinaria pesada se han ido enganchando en trabajos en la industria pesada en Tegucigalpa. La población de San Juancito es una población con un abismo generacional, niños muy pequeños y personas mayores. «La media jóven poco a poco ha ido abandonando el pueblo», me va contando Félix.
–¿Cuándo se fue la minera? Le pregunto mientras me pierdo en la montaña que ya empieza a mostrarnos signos del paso del gorgojo por ella.
–Mirá, eso creo que sucedió en los cuarentas o un poco después, la compañía se fue expulsada de San Juancito por el gobierno central. Descubrieron que bañaban el oro en plata para pagar menos por el oro. Eso lo hicieron durante años.
–¿Y luego qué pasó?
–Nada. Dinamitaron las minas y las georeferenciaron. Nadie ha vuelto a intentar hacerlas funcionar. La gente se quedó sin empleo y la cosa sólo empeoró desde entonces.
Seguimos subiendo. La montaña muestra los signos del gorgojo y de su uso para la ganadería. Me llama la atención que a medida entramos en la montaña comienzan a aparecer plantaciones de banano. Un paisaje que reconozco como propio de las plantaciones en el norte hondureño.
Finalmente, después de una hora y media, unos minutos menos quizá, llegamos a donde Félix me había prometido. El escenario es el de la devastación. La maquinaria de los aserradores amontona los árboles talados, los acumulan en una especie de fosa común. Aquí conozco a Omar Raudales, quien parece estar a cargo de toda la operación. Me atiende amable. Pero me doy cuenta que es sólo debido a que la cooperativa y los aserraderos tienen el acuerdo de sacar de los terrenos de los socios aquellos árboles de pino que hayan sido dañados por la plaga del gorgojo. Omar, de cincuenta y seis años, tiene el pelo de la cabeza completamente blanco, delgado, parece un diente de león humano. Viste una camisa azul con su apellido en un parche del lado izquierdo.
En esta parte de la montaña, la lluvia de la noche anterior ha provocado que la maquinaria se enfangue. Un lodo negro se ha pegado en la tracción mecánica de los tractores y retroescabadoras. La maquinaria es empujada por un grupo de obreros que con gran esfuerzo y utilizando algunos palos intentan hacer que ésta pueda salir del atolladero. La cuadrillas que dirige Omar están en la montaña desde el mes de marzo. Han migrado de zona en zona, «limpiando» la plaga. Cortan, apilan y montan a los camiones.
Me explica Omar que después de identificar la zona afectada por el gorgojo, hacen una ronda, marcan el perímetro y luego proceden a talar y separar lo que puede ser salvado.
–¿Cuántas hectáreas han talado ustedes?
–Bueno, su servidor ha hecho unas treinta hectáreas nada más.
Omar habla de él en tercera persona, se refiere a él y a sus subalternos como personas ajenas a las que sólo ve de lejos. Hace ademanes con los brazos, los mueve, me señala las lejanías del bosque a donde irán en las próximas semanas y me señala el lodo donde se han enfangado las máquinas. Hace un intento bastante forzado de convencerme de que ellos no son los malos como dice la gente, que ellos sí cuidan el bosque, que ellos no queman, que ellos sí tienen el permiso que el Instituto de Conservación Forestal exige para la explotación legal del bosque.
–…hay veces que uno ni siquiera está ganando, sólo le queda el trabajo casimente a uno.
Se esfuerza el doble cuando tiene que explicarme lo duro que es ser aserrador. Parece interesado en dejarme claro que ellos están haciendo, desde marzo, lo mejor por el bosque y que apenas les queda algo de dinero, nada de ganancias en este trabajo. Lo cierto es que Omar está al frente de un equipo de diez hombres, jóvenes y fuertes en su mayoría, dos tractores, una restroescabadora y un camión. El acuerdo con la cooperativa de café es sacar en el menor tiempo posible los árboles afectados por la plaga del gorgojo.
–Hay gente que dice que sólo es aquí en Honduras, que porque vinieron unos grandes a regar la plaga y no, ésa es una plaga que ya ha existido, como siempre…
Esto me lo dice poniendo su mejor cara de hombre que sabe y que está enterado de qué va el asunto, me cuenta que en Estados Unidos y Canadá pasa exactamente lo mismo, que «ni siquiera allá pueden parar la plaga del gorgojo». Pero al decírmelo se le escapa un detalle importante: es el aumento de la temperatura la que propicia las condiciones para la reproducción de este escarabajo que la gente ha apodado «el gorgojo» por su diminuto tamaño, es decir, que Omar parece ignorar que el gorgojo es un animal del trópico.
Todo su discurso entra en contradicción cuando le pregunto por la razón de la propagación del gorgojo.
–Allí es por los climas, los calores que están bien bravos ahora.
–Entonces, ¿me está diciendo que a más calor, más gorgojo, es así?
–Correcto, –me dice–, nomás llueve esto se para, como que queda adormecido y ya cuando viene el calor es cuando empieza a flotar otra vez.
El problema de fondo es la ubicación del bosque de pino y lo frágil que se ha tornado la discusión acerca de la preservación del medio ambiente en países como Honduras. Omar ha estado nervioso desde que supo que yo estaba haciendo un reportaje sobre el gorgojo y de a ratos me muestra un rostro amable, como de alguien con el que se puede hablar en confianza pero en algún momento con torpeza intenta hacerme creer que él es una persona entendida en el asunto, que aboga por la preservación del bosque cuando el escenario que tenemos en frente es el de la devastación, por el gorgojo, por la tala indiscriminada, por el tráfico ilegal de madera, porque ellos, los aserraderos no van a ceder un centímetro aunque tengan que vender madera infectada por gorgojo o aunque no haya otra que dejar sin árboles la zona de amortiguamiento del parque nacional La Tigra, lugar responsable del 45% del agua de Tegucigalpa, porque al final de cuentas para ellos, los árboles son mera mercancía y cuando ya no haya nada en las montañas de San Juancito se irán a otra zona, si queda alguna para entonces. San Juancito es el lugar donde la historia se repite, la del vaciado de recursos para dejar en la más profunda soledad a un lugar cuyo rostro es de la intemperie.
Al fondo el loop de las cigarras y nuestra conversación. Veo el proceso que hacen y pregunto el por qué en esta parte de la montaña no hay árboles quemados y en la primera que pude ver sí los hay.
–Yo había entendido que cortaban el árbol y luego lo quemaban para matar el gorgojo. Le digo.
–No. De ninguna manera. Si más bien lo que evitamos es de que hayan incendios. Me responde él.
–Y una vez cortado el árbol, ¿la plaga se muere?
–Sí, ya esa se pierde.
–¿Pero no vuela a otro árbol?
–No, el animalito puede andar aquí cerca pero no va a volar de aquí a allá.
Me dice señalando una distancia que se me hace difícil calcular.
Pero todo esto contrasta con lo que me explicó Julio Rodríguez, el guardabosque de Amitigra, quien me señaló que las rondas de incendios se justifican porque el gorgojo tiene una capacidad de vuelo de cincuenta metros y que gracias al viento esta capacidad de vuelo aumenta hasta alcanzar distancias de ciento cincuenta metros y que el gorgojo sólo muere por el incendio. Omar me asegura de que la ronda que los aserradores hacen es apenas de veinticinco metros alrededor de la zona afectada.
Le digo a Omar que pobladores de San Juancito me han dicho que el gorgojo sólo afecta la corteza y que no llega hasta el centro del árbol pero que no los dejan tomar parte de la extracción de madera. Él me asegura que el gorgojo se introduce hasta el centro del pino, que se abre camino hasta infectar el árbol entero. «Mire…» me dice mostrándome unos troncos pequeños apilados a un lado nuestro y con sus manos, –unas manos gruesas por el contacto permanente con la madera, las herramientas, el esfuerzo físico que conlleva su oficio–, le quita la corteza al tronco para mostrarme el efecto físico del gorgojo sobre los árboles de pino.
–…arruina la madera por total.
–¿Un árbol así es inservible entonces?
–Sí, queda inservible…
Me responde repitiendo lo que yo le digo. Y cuando creo que se va quedar callado me dice:
–…entonces tratamos de aprovecharla.
Finalmente los trabajadores lograron sacar del atolladero a los tractores y sus motores opacan el canto de las cigarras. Los motores comienzan a calentar a fondo y los trabajadores toman poco a poco sus puestos de trabajo. Omar comienza a estar más pendiente de lo que pasa alrededor de nosotros que de nuestra conversación, lo veo cada vez más inquieto y es que comienza la presión de lo cotidiano, el corte y la extracción de la madera. Cada minuto está dentro de lo presupuestado por alguien que seguramente está en un puesto de mayor poder político y económico que Omar, quien al final del día es nada más el aserrador capataz de una cuadrilla de diez hombres a mitad de una de las montañas en San Juancito.
Aquí ya no me queda nada. Debo hacer el retorno, el cual me ha asegurado Félix que será en menos tiempo. Félix me ha estado esperando haciendo conversación con algunos de los trabajadores a cargo de Omar. Me acerco sin querer interrumpir la platica, hablan de café, hablan del precio en la bolsa de valores, en realidad es Félix quien intenta explicarle a este obrero la dinámica del precio del café en una bolsa de valores. El hombre que sólo hace interjecciones guturales suaves y pausadas para hacerle entender a mi guía de que tiene su total atención, mantiene un rostro de interés absoluto de quien comprende a cabalidad. De todos modos los interrumpo.
–Qué bueno que está este tronco, eh, podría hacerme una mesa para mi sala con él, una de ésas rústicas.
–Ellos te lo venden, aquí te cuesta cinco lempiras. Esto mismo puesto en Tegucigalpa te cuesta quince lempiras el pie.
Dicho esto por Félix me queda claro que la madera es un negocio del que no se desperdicia nada. Pero que le está costando la vida a la montaña. Me despido de los muchachos, me despido de Omar. Él me invita a que cuando yo quiera lo visite en su natal Talanga en Olancho y me da su número de teléfono para que lo llame y podamos ponernos de acuerdo. Le agradezco la invitación con un apretón de manos. Fraterno. Félix y yo subimos a la Mitsubishi y comenzamos a hacer el viaje de una hora de retorno.