De Juan Ramón Molina, poco antes de su muerte.
Ayer, por la tarde, cayó un súbito chaparrón, lavando el cielo y la urbe calenturienta. El agua, sobre los techos, tocaba como sobre las teclas de un piano, una especie de música wagneriana, que place a los espíritus contemplativos. ¿Cuándo no gusta el rumor del líquido elemento? La orquestación de las cascadas, la voz acre del mar, la canturria del río, todo eso deleita a las almas que saben interpretar el idioma de la naturaleza.
Terminado el aguacero, las corrientes de agua monologaban por las calles, bulliciosas e inquietas, como colegiales al salir de un salón de clase.
Desde una ventana miro correr una. En frente, desde la suya, una fresca niña sonríe al agua del cielo. Y yo, viendo a los dos, móviles y alegres, traigo a la escena el pensar de Shakespeare: la mujer, pérfida como la onda. Y un decir de Salomón, de amarga y cruel sabiduría, como todas la ocurrencias de aquel sibarita de los sibaritas, que supo besar a las mujeres y decapitar a sus hermanos. Y algo de las divagaciones de los Santos Padres y de varias cartas de filósofos enemigos del amor de la mujer, entre los que, como lógico, están Shopenhauer y Nietzsche. Toda lo cual no vale lo que la clara risa y los amables ojos de esa fresca niña.
Pero el monólogo que va diciendo la corriente, poco a poco me sugestiona; y como sueño y fumo, fumo y sueño, termino por ponerme al habla con ella.
Yo.—Me parece que vas triste.
Ella.—Sí, tengo toda la melancolía de lo que voy arrastrando: un trozo de periódico, en que narra una horrible guerra; un billete amoroso, todo mentira; un dedal, que abandonó una Margarita por seguir a un Fausto ridículo; un décimo de la Lotería del Hospital y del Hospicio, que perdió su dueño y que ¡oh ironía! salió premiado con mil pesos; un rizo blondo de alguna pecadora; un calcetín lamentable… En fin, toda la tristeza de San Salvador…
Yo.—La corriente de mi alma lleva peores cosas que tú. Cadáveres de odio y de amores, recuerdos ahogándose, ripios de ciencia y de literatura…
Ella.—El hombre, para ser feliz, necesita conservar prístino el manantial del espíritu.
Yo.—¿Y cómo conservas prístino el manantial del espíritu?
Ella.—No abrevándose en los pozos del mal.
Yo.—¿Del mal?
Ella.—Del mal. O lo que tu llames el bien.
Yo.—No te comprendo. Por lo visto, has interpretado ya los obscuros enigmas de Enrique Ibsen y de Bjoernsjorne Bjoernson, esas esfinges escandinavas.
Ella.—He arrastrado alguna de sus sentencias. Pero, en verdad te digo que una flor tiene más sapiencia que los dos. ¿Por qué? Porque tiene su fragancia.
Yo.—De modo que la sabiduría consiste en dar algo de sí, aunque sea un perfume.
Ella.—En dar lo que nos dio la Madre Naturaleza, no el artificio.
Yo.—¿Tiene el hombre algún perfume?
Ella.—Tuvo, más la civilización se lo robó, estrujando a tan bello animal. Hoy no huele, pero en cambio hiede como alcantarillas.
Yo.—Me hablaste del mal. ¿Está acaso en toda la naturaleza?
Ella.—No. Solamente en el hombre. Todas las cosas ambientes que le rodean son puras.
Yo.—Por consiguiente, a pesar de las suciedades que arrastras, eres pura.
Ella.—Traigo la pureza del cielo y mañana tornaré a él.
Yo.—¿Cómo haría para subir a ese cielo?
Ella.—¿Por qué no te construyes uno? Oye: el deber de todo hombres es hacerse un cielo.
Yo.—¡Un cielo! ¿Y a quién pondré allí?
Ella.—A tí mismo.
Yo.—¿Seré, pues, el Dios de ese cielo?
Ella.—Serás. Todo hombre es el Dios del cielo que se construye. Tal ha sido el secreto y la fuerza de los grandes taumaturgos, desde Budha hasta Federico Nietzsche.
La sabia corriente iba agotándose por momentos, de modo que apenas se oía su voz. Una linda mujer, vestida de negro, flexible como una vívora, la cruzó de un pequeño salto, dejando ver sus primorosos botines. Después me sonrió, arrojándome una mirada sombría. Y pasó.
Yo.—¡Qué mujer!
Ella.—Es la muerte. O, por otro nombre, la Voluptuosidad.
Yo.—Dime, antes de desaparecer, ¿podría salvarme de ella?
Ella.—Es tarde ya. Sería preciso que tu alma fuese un vivo manantial, claro como un diamante. Así te podrías convertir en nube.
Yo.—¿Qué es ahora, pues?
Ella.—Un manantial seco. O mejor, el cauce de un manantial. Un pájaro se moriría de ser en tus orillas.
La corriente se extinguió. El cielo de la tarde era limpio. La fresca niña cerró su ventana. La calle, lavada por la corriente lluvia, relucía de extremo a extremo. Y me dije: he aquí cómo, viendo correr un poco de agua sucia ocurriéronseme peregrinas cosas. La imaginación es madre de la filosofía. A veces.
San Salvador, 1908