Investigación y redacción: Ariel Torres Funes
LA CAPTURA DEL ESTADO Y LOS HUEVOS DE LA SERPIENTE
Se fueron los chinos, pero no el modelo
Frente al plantel de DESA, instalado en la comunidad de Río Blanco, el 15 de julio de 2013 los militares dispararon contra de pobladores que obstruían el paso para impedir que la enorme maquinaria de la empresa china Sinohydro construyera la represa en el río Gualcarque, uno de los siete proyectos hidroeléctricos concesionados por el gobierno a manos privadas en el departamento de Intibucá.
La imagen posiblemente tenía el mismo impacto visual de la famosa fotografía del rebelde desconocido, parado frente a una columna de tanques en la Plaza de Tiananmen, en las protestas estudiantiles de 1989 en Pekín, pero no tuvo la misma divulgación o eco. En el mundo no siempre se mira con los mismos ojos la rebeldía social en un pequeño país como en los grandes imperios.
La brutalidad del poder, sin embargo, no admite mayores diferencias. En esa remota zona de Intibucá, Tomás García, de 44 años y su hijo Alan, de 16 años, recibieron los impactos de las balas. Ambos fueron trasladados por sus compañeros al centro de salud más cercano (siempre lejano en las aldeas), Allí falleció Tomás, dejando huérfanos a tres hijos, mientras que Alan sobrevivió a sus heridas.
El personal chino, que se encontraba inmovilizado por la manifestación, logró salir de sus oficinas, resguardado por soldados del Primer Batallón de Ingenieros -con sede en Siguatepeque- y elementos de la fuerza policial Tigres, de la Policía Preventiva y por guardias de la seguridad privada de DESA.
Salieron para no volver. Los chinos, que han construido represas en África, Asia, Europa y América, rescindieron su responsabilidad con la empresa contratista y no regresaron a Honduras. Un triunfo relativo para la comunidad, opacado por el sacrificio y el dolor de enterrar a uno de sus líderes.
A pesar de los titulares con carácter triunfante y de sensacionalismo mediático, como el titular de la BBC de Londres: «La hondureña que le torció la mano al Banco Mundial y a China», Berta se mostró más cauta y precavida que los reporteros, al puntualizar en el contenido de esa nota: «sabemos que la situación es muy dura y se va a agravar, amenazan con construirlo en otro punto, aguas arriba». Tenía razón.
El trágico incidente donde perdió la vida Tomás García, ocurrió dos años después que DESA prometió que la represa traería beneficios a la comunidad. El ofrecimiento incluía puestos de trabajo por al menos dos años para los pobladores, contribución en la comercialización de los productos agrarios, electricidad en los pueblos, agua potable para tres comunidades, mejoras de caminos, escuelas y un porcentaje del 2% de las ganancias por 20 años, destinados a las alcaldías y municipalidades locales.
Nada de eso se cumplió. Lo que no fue una ilusión de arena, fue el avance en un 80% de la construcción de la represa, con la cual, se comprobó que, por cada millón de dólares invertidos en este tipo de proyectos, se crean, a lo sumo, dos empleos directos.
Para Berta Cáceres el proyecto de «Agua Zarca» no era uno más dentro del modelo extractivista, sino que emblemático, una punta de lanza para los intereses económicos de la empresa privada y el Gobierno, «porque es una lucha contra un poder trasnacional muy fuerte y que representa la apertura de las puertas a los grandes capitales para la ejecución de otros megaproyectos. Es el inicio de todo un proceso de saqueo, dominación y despojo», enfatizó.
El Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de la Compañía de Jesús (ERIC-JS) coincidió con esa apreciación de Berta y calificó al extractivismo como un modelo estratégico de dominación y concentración de capitales que se impone y distorsiona los ámbitos económicos, políticos, sociales, culturales y territoriales del país.
Los jesuitas advirtieron que, con la privatización de los bienes naturales colectivos, tienden a desaparecer las libertades y los intereses ciudadanos. «Se reproduce el saqueo, explotación y destrucción indiscriminada de épocas pasadas, con la finalidad de aumentar el control global de las materias primas que demanda el mercado mundial, profundizando la industrialización y los centros financieros mundiales. La agresividad de este modelo se ha incrementado en función de la escasez y el agotamiento de los yacimientos», explican a través de un documento elaborado en 2015.
El análisis, realizado en la ciudad de El Progreso, epicentro en el siglo XX de la histórica huelga bananera de 1954, expresa que los proyectos explotadores y extractivistas impulsan un modelo insostenible, el empobrecimiento acelerado de las poblaciones, una fuerte dependencia a las variaciones internacionales de la economía, y el debilitamiento del Estado, puesto a merced de las corporaciones. Una situación que se repite constantemente desde el siglo XIX en Honduras.
Que el sector privado, nacional e internacional, presione al Estado para implementar este modelo, no sorprende si se conoce su rentabilidad. Por ejemplo, se estima que extraer una onza de oro en Honduras, cuesta entre 200 y 300 dólares, pero se cotiza a más de dos mil dólares en el mercado internacional.
Lo que se pretende invisibilizar es que esa misma onza de oro extraída a suelo abierto, genera, en promedio, entre 20 y 50 toneladas de desechos, con elementos ácidos que contaminan por cientos de años las tierras cultivables y afecta la salud y convivencia de las poblaciones.
Las corporaciones, socios y gobiernos locales ocultan el impacto negativo de sus proyectos en el medioambiente, la desprotección de los derechos inalienables y soberanos, la anulación de los ciudadanos como sujetos de derecho, y la presión ilegítima del Estado y la empresa privada ante la oposición de los megaproyectos.
Como sucede con el río Gualcarque, el extractivismo convierte en mercancía los bienes naturales, colocándole un precio a sus funciones, consideradas ahora como «servicios ambientales».
Berta se documentó al respecto. Su credibilidad no se basaba en el populismo de promesas falsas, sino en el compromiso, la perseverancia, la investigación y el conocimiento de las tendencias mundiales del mercado. Sabía que, en el caso de la minería, por ejemplo, América Latina ha concentrado la mayor inversión extractiva en la última década, triplicándose desde finales de los 90, debido al incremento de la demanda asiática por los metales preciados.
En todos sus últimos años acompañó el drama de los pueblos mineros hondureños, primero saqueados y, luego, abandonados, por los grandes depredadores internacionales. Esas imágenes desérticas no las quería para su pueblo.
Evidentemente, su lucha era contracorriente. En Honduras, para los próximos 10 años, se ha previsto que el Estado invierta 88 mil millones de lempiras (cuatro mil millones de dólares), destinados para la ejecución de proyectos de extracción metálica, no metálica y de hidrocarburos. Hasta la fecha se estima en 155 el número de concesiones de explotación, que abarcan la tercera parte del territorio hondureño, equivalentes a 35 mil kilómetros cuadrados; un territorio mayor que la superficie de El Salvador.
La fragmentación social y el Convenio 169
Este modelo económico no solo destruye y contamina de forma irreparable los recursos naturales. La explotación arbitraria de los bienes también provoca la descomposición social y el desplazamiento de las comunidades, la agudización de las desigualdades, así como la criminalización y la represión a quienes se oponen.
La generación de «energía limpia» con políticas y prácticas ilegítimas, reproduce el modelo minero. La necesidad del país para pasar de la costosa energía térmica, a base de combustibles fósiles, a una energía limpia y renovable, es el argumento ideal para el concesionamiento público de proyectos hidroeléctricos en todo el territorio nacional, pero la oferta, como suele ocurrir en el mercado de consumo, encierra una trampa o una estafa.
Según datos proporcionados por la Secretaría de Recursos Naturales (SERNA), al 2014 se otorgaron 76 licencias para explotar el agua de ríos en 13 de los 18 departamentos de Honduras. Una cifra menor a los 111 proyectos hidroeléctricos identificados por el Centro Hondureño para la Promoción de Desarrollo Comunitario (CEHPRODEC), una organización que acompaña jurídica y técnicamente a comunidades indígenas y campesinas en su defensa del territorio.
La diferencia en el dato no es fácil de aclarar. La Ley de Secretividad, vigente en el país, impide conocer cifras exactas.
Lo verificable es que, a partir del golpe de Estado de junio de 2009, se acentuó la tendencia de los gobiernos para desmontar todas las prohibiciones legales para concesionar proyectos, como el de «Agua Zarca». En la práctica, las frágiles áreas protegidas quedaron totalmente desprotegidas.
Como sastres, los legisladores aprueban leyes o modificaciones legales a la medida de los intereses corporativos, muchas veces en alianza económica con el sector público, para legitimar un proceso que en la práctica es agresivo contra los derechos humanos y los territorios ancestrales.
Con su implementación, el modelo fractura el tejido social de las poblaciones locales e introduce diferencias profundas de criterios al interior de las comunidades afectadas. En un contexto marcado por la extrema pobreza y diversos tipos de analfabetismo, es complicada la labor reivindicativa de los movimientos sociales. Siempre hay quiénes tienen mayor o menor grado de conciencia o interés sobre la defensa del patrimonio ambiental.
Berta también sabía de la permanente vigilia que debía tener para que la lucha del pueblo lenca no se debilitara por fracciones y divisiones internas. Las peregrinaciones eran muestra de ello. No siempre logró mantener la unidad, pero nunca perdió la perspectiva del verdadero adversario a enfrentar.
Sus banderas legales eran la vigencia de la Constitución y del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), ratificado por el Gobierno de Honduras el 28 de marzo de 1995, «que se firmó tras una movilización que hicimos, cuando tomamos por 11 días el Congreso Nacional para que se comprometieran a cumplir ese tratado internacional», recordaba Berta.
Lea aquí la primera parte de la serie «El sistema que asesinó a Berta Cáceres».
Este Convenio, carente de reglamentación en Honduras, reconoce dos derechos fundamentales: el derecho a la consulta y el derecho a decidir las prioridades de desarrollo. El instrumento internacional exige que los pueblos indígenas y tribales sean consultados y puedan participar de forma informada, previa y libre en relación con todo plan de desarrollo, inversión, exploración o extracción que se lleve a cabo dentro de sus territorios, y en la formulación de políticas públicas que les afectan.
El tratado no impide ni desalienta la inversión pública o privada, pero condiciona que los proyectos económicos de explotación o extracción respeten y garanticen los derechos de las personas y comunidades que pudieran ser afectadas, «ya que el progreso social y la prosperidad económica sólo pueden sustentarse si las poblaciones viven en un medio saludable y los bienes naturales son gestionados con cuidado y responsabilidad».
La demanda de Berta al Estado era que garantizara a las comunidades la gestión de sus bienes naturales y que la inversión privada no fuera incompatible con los derechos humanos. En otras palabras, Berta lo que pedía era el respeto a las leyes vigentes. Sin embargo, el escenario institucional para que una empresa como DESA actuara arbitrariamente en la comunidad de Río Blanco se construyó alevosamente a partir de la implantación cruda del ajuste neoliberal en 1990. Desde entonces, cada manifestación de protesta era reprimida o desoída por las autoridades gubernamentales.
En 1994, por ejemplo, se aprobó la Ley Marco del Sub-Sector Eléctrico, mediante el decreto 158-94. Con ella se permitió por primera ocasión que la empresa privada explotara los recursos energéticos del país y la contratación por el Estado de energía térmica se convirtió en una mina de oro para los empresarios. Cuatro años después, el Decreto 85-98: para el desarrollo y generación de energía por fuentes nuevas, declaró de utilidad pública la producción de energía por fuentes renovables.
Lea aquí la segunda parte de la serie «El sistema que asesinó a Berta Cáceres».
Las cesiones hídricas se incrementan con la aprobación de la Ley de Generación de Energía Eléctrica con Recursos Renovables, durante el gobierno de Manuel Zelaya Rosales (2006-2009). Lo que posibilitó la participación a la inversión privada para la generación de energía eléctrica mediante la construcción de empresas hidroeléctricas, apoyadas por exenciones fiscales y con licencias de explotación de hasta 30 años.
Durante el gobierno de facto de Roberto Micheletti, el 14 de diciembre de 2009 se aprobó una nueva Ley General de Aguas, por medio del Decreto Legislativo No. 181-2009, con la cual se otorgó indiscriminadamente una masiva concesión de ríos en el país, mediante una convocatoria para la licitación de 210 Mega Watts (MW) de energía. Las concesiones se aprobaron apoyadas en 15 decretos relacionados con proyectos de energía renovable, 11 de ellos hidroeléctricos. Además, el gobierno de Micheletti derogó decretos previos que prohibían explotar los recursos hídricos en zonas protegidas.
Construidos los escenarios jurídicos, sin que ningún gobierno reglamentara la ejecución del Convenio 169, las corporaciones más poderosas del país crearon empresas «verdes» para beneficiarse de las licencias públicas y del deterioro de la institucionalidad pública referente a la energía. Ese fue el caso de DESA, que se constituyó en mayo de 2009 con el fin de construir y operar el proyecto de «Agua Zarca», en el territorio lenca.
DESA recibió dos licencias por parte del Estado: autorización para operar durante medio siglo en el sector energético, otorgado en virtud de la Ley del Subsector Eléctrico, un acuerdo firmado entre sus ejecutivos y la SERNA. Y, el permiso para explotar por 50 años los recursos hidrológicos del país, como el agua que fluye por el río Gualcarque.
La empresa también firmó un Contrato de Compra de Energía (CCE) con la Empresa Nacional de Energía Eléctrica (ENEE), el que aseguraba la venta de su producción con el sector público y a terceros. El negocio era redondo; en teoría, una inversión sin riesgo para el consorcio en el que figuraban como socios dirigentes políticos del partido de gobierno (el Nacional) e influyentes familias de la oligarquía financiera.
En ese punto de la alianza entre el capital político y el financiero, la suerte de muchos ríos hondureños había sido sentenciada, sellada en oscuras transacciones entre políticos y empresarios. Berta tenía razón, la puerta que se abría no era únicamente para explotar al río Gualcarque, sino a todas las aguas y recursos naturales «rentables» del país. Esa era la magnitud del adversario al que se enfrentaba.
El DESTINO DE «AGUA ZARCA», AÚN PENDIENTE
Cuando se formó la empresa Desarrollos Energéticos Sociedad Anónima (DESA) en 2009, no era precisamente una sociedad tan anónima, en dos años de existencia legal ya tenía soportes económicos de grandes magnitudes.
En el mapa, el proyecto de «Agua Zarca» se ubicó a unos 90 kilómetros al sur de San Pedro Sula, en el río Gualcarque, entre los departamentos de Santa Bárbara e Intibucá, sobre tierras históricamente pertenecientes al título de propiedad de Río Blanco, donde habitan 180 familias de origen lenca.
Una vez firmado el contrato, el 3 de junio de 2010, y publicado en la Gaceta el 31 de diciembre de ese mismo año, quedó en firme que la represa hidroeléctrica se construiría en un área de unas 22 hectáreas, inicialmente en la margen derecha del río, cercana a las aldeas de La Tejera, El Barrial, Valle de Ángeles y San Ramón.
El diseño original incluía un dique de hormigón de 25 metros de alto por 93 metros de ancho, un embalse de 3.4 hectáreas, un túnel de dos kilómetros, una compuerta de esclusa de 645 metros y, una central eléctrica de tres turbinas, capaces de generar más de 14MW en un plazo de 30 años inicialmente, luego de 50 años con 21.7MW. No es una obra menor, de allí el tamaño de la alianza empresarial.
La legitimidad de la concesión se cuestionó desde un inicio, dado que el entonces viceministro de la SERNA fue acusado de entregar licencias de forma ilegal, un caso aún no juzgado por la Corte de Apelaciones de Francisco Morazán. No obstante, con el permiso en sus manos, la empresa buscó financiamiento internacional.
A través de sus gestiones, DESA recibió del Banco Holandés de Desarrollo (FMO, por sus siglas en inglés) un préstamo de 15 millones de dólares, del Banco Centroamericano de Inversión Económica (BCIE), 24.4 millones de dólares y, del Fondo Finlandés para la Cooperación Industrial, cinco millones de dólares. Una suma de casi 50 millones de dólares (1,136 millones de lempiras), monto similar al presupuesto general de 2015 para la Secretaría de Agricultura y Ganadería.
Con la inversión asegurada, DESA inició la obra en enero de 2011, supuestamente tras haber realizado las consultas en las comunidades. Un procedimiento que incluso la misión contratada por el FMO para evaluar los efectos del proyecto en las comunidades aledañas al río Gualcarque, consideró no apegado a las obligaciones legales del Convenio 169 de la OIT.
El informe, realizado a raíz del asesinato de Berta, indica que la instalación del proyecto no cumplió el debido proceso de la consulta previa, libre e informada. «Implementarlo era, de acuerdo a nuestro juicio, responsabilidad del gobierno hondureño, no de DESA ni de las instituciones financieras. No obstante, ante la inacción por parte del estado, la empresa según los términos del Acuerdo de Crédito con FMO tendría que haber implementado las consultas de buena fe», se afirma.
Según el COPINH, La Tejera rechazó el proyecto «Agua Zarca» en las consultas realizadas por DESA en 2011 y 2013. «Cuando la comunidad votó en contra del proyecto, el alcalde y ciertas personas se reunieron en privado para firmar el acuerdo», cita la investigación del FMO.
DESA se excusa en que la responsabilidad de consultar correspondía al Estado y no a la empresa. «El país es signatario de ese Convenio, pero nunca hizo un reglamento. Es el Estado el que está obligado a llevar a cabo esas consultas, no las empresas. Pero ellos se han deslindado de esa responsabilidad y nos pide a nosotros que hagamos las consultas, sin un reglamento que determine siquiera cómo se hacen».
El conflicto intentó resolverse en los tribunales, cuando los pobladores de La Tejera, a través del COPINH, interpusieron dos acusaciones ante la Fiscalía Especial de las Etnias y Patrimonio Cultural, en contra de funcionarios de la SERNA, y del alcalde de Intibucá, por el otorgamiento de los permisos de forma inconsulta y atentatoria contra lo que establece el Convenio 169. Sin embargo, no hubo respuesta legal y el problema se intensificó a medida que se construía el proyecto.
Cuando la empresa china Synohidro, contratada para la construcción de la represa, rescindió el contrato, DESA decidió mover el proyecto a la margen izquierda del río Gualcarque, donde se ubica la aldea San Francisco de Ojuera, en el departamento de Santa Bárbara. Los empresarios pensaron que, cambiando de orilla, el problema estaría resuelto. Así, para finalizar la obra se contrató a la empresa guatemalteca Copreca. Una constructora acusada en El Salvador por fraude contra el Estado por $12 millones de dólares y, cuyo propietario Jesús Hernández Campollo es prófugo de la justicia de ese país.
En el proceso, DESA decidió colocar otros nombres y apellidos al frente, por delante de los inversionistas. En 2011 figuraba como presidente, David Castillo Mejía, un militar graduado en West Point y sancionado en noviembre de 2009 por el Tribunal de Cuentas hondureño, por recibir un doble salario de la Empresa Nacional de Energía Eléctrica (ENEE), y de las Fuerzas Armadas, donde fungía como subteniente de inteligencia militar. El Tribunal le obligó a devolver los sueldos, y lo encontró culpable de vender equipos sobrevalorados a la Fuerza Armada, desde una empresa de su propiedad.
Cabe recordar que, Castillo trabajó como Asesor Técnico en la ENEE en 2008, durante la administración de la Junta Interventora ordenada por el Presidente Manuel Zelaya Rosales, y luego fue nombrado como Coordinador de Control de Gestión, hasta el mes de noviembre de 2009.
Pero él no era el único dentro de los cargos empresariales con antecedentes militares, también el jefe de seguridad de DESA, Douglas Bustillo, a quien Berta denunció de la siguiente forma: «tengo mensajes en mi celular de Douglas Bustillo con acosos sexuales. Es una situación muy complicada para el COPINH, con un contexto de mayor criminalización». Como suele ocurrir en el país de la impunidad, ninguna autoridad la escuchó o investigó de oficio. Tan sencillo habría sido para el MP vaciar su teléfono móvil y cumplir con su obligación de proteger el derecho a la integridad física de las personas.
Como enlace de la empresa con las comunidades, se nombró al ingeniero Sergio Rodríguez, un civil al que Berta denunció por su comportamiento agresivo. «Denunciamos al ingeniero Sergio Rodríguez Orellana de DESA, así como al Alcalde Raúl Pineda y a las hordas nacionalistas por amenazar la integridad física y emocional de nuestros compañeros», señaló en su momento.
En 2016, tanto Bustillo como Rodríguez fueron capturados por la «Operación Jaguar», comandada por la Agencia Técnica de Investigación Criminal (ATIC), tras el asesinato de Berta. Por la desconfianza que suscitan los llamados “operadores de justicia”, la familia de Berta y el COPINH exigen la integración de una comisión internacional que investigue el crimen, para que no solo judicialice a los autores materiales, también los intelectuales, quienes quieran que sean.
José Eduardo Atala, quien figura como accionista de DESA, coincide con la petición, pero sus razones son otras, «mientras no se solucione el asesinato de Berta no vendrán a Honduras más fondos internacionales para hidroeléctricas. Es en el interés del país resolver esto (…). No tiene ninguna lógica. Hoy tenemos parado un proyecto de 45 millones de dólares que ya iba caminando», aduce.
En ese sentido, el conflicto sigue pendiente de solución, no sólo por el esclarecimiento a fondo del asesinato, sino por el futuro de la represa, de las comunidades involucradas y de los proyectos extractivos que traen desolación y violencia al país.
Por la dimensión de su lucha, de su memoria y figura, Berta no es patrimonio de unos pocos, sino de muchos. No se le puede encasillar, ni etiquetar. Ella bien pudo haber hecho suyas las palabras de Chico Méndez, sindicalista, activista ambiental e ícono mundial de la lucha por la defensa y preservación de la Amazonia, quien, ante las amenazas que recibía, dijo: «sólo quiero que mi muerte sirva para acabar con la impunidad de los matones que cuentan con la protección de la Policía y que han matado a más de 50 personas como yo, líderes empeñados en salvar la selva amazónica y en demostrar que el progreso, sin destrucción, es posible».
La propuesta de Berta, como la de Chico Méndez y tantos otros mártires ambientalistas, sigue en pie: proteger los ecosistemas y usar racionalmente el capital de la biodiversidad en beneficio de la sociedad entera, y no sólo de una élite privilegiada. Su enfoque no era conservacionista, sino sustentable. La represa traerá la muerte del río y de un hábitat que no sólo es de peces y flora, sino, esencialmente, de seres humanos, con culturas que serán imposibles de preservar.
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“La presente publicación ha sido elaborada con la asistencia de la Unión Europea. El contenido de la misma es responsabilidad exclusiva de las organizaciones que conforman la campaña Defensoras de la Madre Tierra, y en ningún caso debe considerarse que re eja los puntos de vista de la Unión Europea”
Investigación y redacción: Ariel Torres Funes
Fotografías: Dany Barrientos
Diseño y diagramación: Bricelda Contreras Torres
Esta publicación puede ser utilizada libremente para la incidencia política y campañas así como el ámbito de la educación y de la investigación siempre y cuando se indique la fuente de forma completa.
Noviembre, 2016.