Por María Eugenia Ramos
Recuerdo que hace muchos años un amigo pintor muy exitoso me pidió gentilmente que escribiera un comentario sobre su obra para publicarlo en el catálogo de su exposición. Yo le respondí que le agradecía el gesto, pero que no me sentía calificada como crítica de arte. Con el correr del tiempo he visto que no hay necesidad de especializarse en una rama determinada para incursionar en cualquier tema, aunque a veces se acierte y otras más bien el resultado sea una suma de palabras sin mayor contenido o aporte.
Otro recuerdo que me viene a la mente es el consejo de un buen amigo, que me dijo en una ocasión: “yo escojo mis batallas”, refiriéndose a que a veces es preferible hacerse a un lado si nuestra intervención no va a cambiar una situación y, por el contrario, nos puede acarrear malos entendidos y contratiempos. Aunque me parece un consejo sabio, en esta ocasión yo elijo, no una batalla, sino expresar una opinión que puede ir a contracorriente. Y me atrevo, además, a escribir sobre un tema en el que no soy especialista. Pero tal como una lectora o un lector tiene perfecto derecho a opinar sobre el libro que leyó, voy a opinar como espectadora sobre una de las películas más esperadas y comentadas del cine hondureño.
Acompañada de un grupo de amigas y un amigo (¡me encanta contradecir a la RAE, que en este caso dicta que basta con decir “amigos”!), hace unos días fuimos con entusiasmo a ver la película “Morazán”, dirigida por Hispano Durón. Desde el punto de vista técnico, la película no nos defraudó. Las locaciones y la fotografía son hermosas; el sonido y la iluminación, impecables. En lo que respecta al guión, me parece un acierto que, en lugar de intentar contar la vida completa de Morazán, lo que hubiera requerido al menos tres horas de duración, se haya escogido un momento determinado de su vida, o más bien en este caso contar su muerte y las horas que le antecedieron.
Destaca la siempre impecable actuación de Eduardo Bähr, que en cualquier género, teatro o cine, es uno de los actores que con mayor naturalidad interpreta el papel que le asignen. Mario Jaén y Tito Estrada son convincentes, el uno en un papel secundario y el otro con más intervenciones en su papel de villano, reforzadas con abundantes primeros planos de su rostro. Destaca también la actuación de Osmel Poveda en el pequeño papel que le fue asignado.
Aun así, por momentos la película recae en la principal característica de la mayoría de las películas hondureñas, y es que debido a que nuestros actores y actrices tienen formación teatral, cuando interpretan papeles cinematográficos tienden a declamar como si estuvieran en el escenario. Este es un aspecto que un director experimentado como Hispano Durón podría fácilmente pulir para lograr mayor naturalidad en las interpretaciones.
En cuanto a la decisión de escoger a un actor colombiano para el personaje principal, me pregunto si escogerían a un hondureño para interpretar a Bolívar en Venezuela, o a San Martín en Argentina, o a Martí en Cuba. Tendría que ser un actor verdaderamente excepcional, superior a cualquiera de los actores de esos países, a menos, claro, de que se tratara de una producción multinacional. Aun así, es lógico suponer que se preferiría a un actor que comparta las raíces de un personaje histórico de esta dimensión. En el caso de “Morazán”, ¿no hubiera sido preferible hacer un casting abierto en Honduras y El Salvador, incluyendo actores profesionales, otros artistas, estudiantes de teatro y hombres sin ninguna experiencia previa? No sería la primera vez que una persona totalmente desconocida surge como un gran actor o gran actriz como resultado de un casting abierto. Un ejemplo de ello es la actriz principal de “Anita, la cazadora de insectos” —la otra gran película de Hispano Durón—, quien era estudiante de secundaria en el momento en que fue seleccionada, y realizó una brillante interpretación.
Se ha señalado la falta de rigor histórico del guión, pero ya numerosas voces, algunas con mucha ironía, han aclarado que no se trata de una película histórica, sino de una ficción basada en un personaje histórico, y que por consiguiente los guionistas pueden permitirse todas las licencias que estimen convenientes. Entre tales licencias me pareció extraña, y debo decirlo, incluso aterradora, la inclusión de un niño y una niña como integrantes del pelotón de fusilamiento del héroe centroamericano; pero ya se dijo antes, son licencias, y específicamente el personaje del niño varón sirve de pretexto para recordar una de las frases de Morazán sobre la educación que más se cita de sus escritos.
Otro detalle (recordemos que las licencias preferiblemente no deben afectar la verosimilitud de la narración, sobre todo porque, queramos o no, es un tema histórico) es la selección del actor que representa al general José Trinidad Cabañas, quien se ve demasiado joven para la edad que tenía el personaje histórico en esa época, casi cuarenta años; y tiene, además, una dificultad en la que yo nunca hubiera reparado, puesto que soy citadina, pero que un amigo nacido y criado en el área rural me hizo notar; en sus palabras, “no sabe montar a caballo”, habilidad que debió haber sido un requisito para el papel.
Y ahora voy a referirme al tema que le da título a este artículo, puesto que entre todos los ángulos de la crítica, no puede quedar por fuera la equidad de género. No sé si corresponda o no a la realidad histórica, puesto que, como ya se ha aclarado por todos los medios, se trata de una ficción; pero Morazán, más que como estadista y estratega militar, aparece como el clásico caudillo, que ni siquiera derrotado y a punto de ser fusilado deja de guiñarle el ojo a las jóvenes del pueblo.
De acuerdo con el guión (y esta impresión queda reforzada por el cartel publicitario que se diseñó, en el que la única mujer que aparece es Shirley Rodríguez, quien hace el papel de la amante de Morazán), el personaje principal, horas antes de su muerte, piensa más en su joven amante que en su esposa Josefa Lastiri, cuyo papel como la mujer que financió el proyecto morazánico, tal como el propio héroe lo reconoce en su testamento, no se menciona en ningún momento. La actuación de la poeta y catedrática Melissa Merlo, quien interpreta a Josefa, pudo haber dado para más, pero queda limitada a una mujer que llora en la iglesia abrazada a su hija. Shirley Rodríguez, por su parte, también representa el clásico papel de la mujer sometida que le lleva comida a su amante preso.
Se podría argumentar que Josefa Lastiri no podía tener más presencia en la película debido a que lo que se cuenta son las últimas horas de vida de Morazán. Sin embargo, existe el recurso de los flash back, que nos hubieran permitido hacernos siquiera una ligera idea del papel que desempeñó Josefa Lastiri en el proyecto morazánico. La misma conversación que en la película tiene Josefa con un sacerdote (y esta es solo una idea, como cualquier otra) pudo haberse sustituido por una plática con su hija, recordando lo que significó para ella acompañar a su marido en su lucha por la unión centroamericana.
Esta omisión en lo que respecta a la equidad de género, y especialmente a la relevancia de Josefa Lastiri en la realización del proyecto morazánico, no se remedia con el niño que aparece de manera fugaz y escalofriante como parte del pelotón de fusilamiento, ni tampoco con las escasas apariciones de la bella artista Shirley Rodríguez.
Dicho lo anterior, es agradable ver que la película permitió reunir a gente con amplia trayectoria en el cine hondureño, aunque solo en apariciones fugaces, como las del gran director y productor Francisco Andino y el no menos gran actor Jorge Osorto. Me hubiera encantado ver a la gran actriz nacional Lucy Ondina, que a su avanzada edad sigue activa, aunque fuera en un pequeño papel.
En lo que respecta a la producción, la película contó no solo con los abundantes recursos de la Fundación de la Universidad Pedagógica Nacional, sino también con el patrocinio de importantes medios de comunicación, e incluso del gobierno del presidente Juan Orlando Hernández, cuyo acercamiento al arte, ya se sabe, no es inocente, sino que forma parte de su estrategia política.
Este patrocinio no le resta mérito a la película, en tanto no haya influido en su contenido. Sin embargo (y sin que ello ponga en duda en ningún momento los méritos o la credibilidad del director ni de los actores y actrices), no puede desconocerse que la inclusión de la película en la lista de aspirantes a mejor película extranjera en los premios Óscar podría contribuir a mejorar la deteriorada imagen internacional del actual régimen, que no desaprovechará la ocasión para presentarlo como ejemplo de sus supuestos logros en el arte y la cultura del país.
Como hondureña, y como admiradora de la trayectoria profesional del director Hispano Durón, sin duda me alegran, tanto los avances técnicos logrados por la película, como el hecho de que obtenga el reconocimiento nacional e internacional que merece. Queda, sin embargo, la deuda en cuanto al enfoque de equidad de género y el papel de Josefa Lastiri en la gesta morazánica. Ojalá el propio Hispano, o realizadoras y realizadores como Katia Lara, Francisco Andino, Laura Bermúdez, Elizabeth Figueroa y otros, puedan subsanar esta deuda en futuras cintas sobre un personaje que nos toca muy adentro, ya que no solo es símbolo de la hondureñidad, sino especialmente del nunca abandonado sueño de la unión centroamericana.
Tegucigalpa, 6 de octubre de 2017.