Por Catalina Botero Marino.
Del libro: Libertad de expresión: A 30 años de la Opinión Consultiva sobre la colegiación obligatoria de periodistas
Frente a la vertiginosa y contradictoria información que circula en Internet, ¿cómo se puede distinguir lo que es verdadero de lo que es falso? No me refiero a las opiniones que no están sometidas a un juicio de verdad y cuya diversidad enriquece el debate. Me refiero a los hechos sobre los cuales esas opiniones se formulan: ¿existe o no el cambio climático? ¿La salida del Reino Unido de la Unión Europea, UE, mejorará o no la financiación del sistema de salud británico? ¿Hay desabastecimiento de alimentos y medicinas en Venezuela? Y si lo hay, ¿es responsabilidad del sector privado como afirman algunos políticos? o ¿es responsabilidad de una clase política corrupta e ineficiente?
Bastan cinco minutos en un teléfono inteligente para encontrar la respuesta, pero, ¿cómo saber si se trata de una respuesta fundada? Y, en todo caso, ¿puede el Estado impedir la circulación de información falsa para asegurar que la respuesta que obtengamos sea la “verdadera”?
Sobre esta última cuestión trata este artículo.
Durante el 2016, especialmente en torno a la votación del Brexit en Inglaterra y a la elección presidencial de los Estados Unidos, se acuño el término “posverdad” para referirse a la información que no se basa en hechos objetivos, sino a aquélla que apela a las emociones, creencias o deseos del público. Directamente relacionada con este término se popularizo la expresión “fake news”, o “noticias falsas” en este caso referida a la divulgación masiva de información falsa, a sabiendas de su falsedad y con la intención de manipular al público.
Si bien se trató de un término empleado para denunciar la información falsa divulgada por algunos políticos, muy rápidamente estos últimos comenzaron a utilizarlo, de manera recurrente para desacreditar a la prensa, convertirla en su “enemigo” y blindarse así del escrutinio público.
En todo caso, en 2016 se confirmó que, en procesos políticos altamente polarizados, mucha gente prefiere creer aquélla información que refleja sus deseos a la que se funda en la evidencia disponible y contrastable.
Sin embargo, suele pasar que luego de votar, esa misma gente descubre –usualmente para mal- las consecuencias de un voto fundado en información falsa.
En otras palabras, la desinformación (la mentira, la propaganda) en política, afecta el proceso deliberativo, pues compromete la capacidad para adoptar preferencias políticas de manera racional. Debido a la gravedad del problema, cada vez es más frecuente oír hablar de la necesidad de prohibir o regular a nivel estatal las denominadas “noticias falsas”.
Recientemente, el Bundestag (Parlamento) alemán aprobó la primera Ley europea que obliga a las redes sociales de Internet -como Facebook o Twitter- a eliminar de sus plataformas contenidos falsos que fueran al mismo tiempo constitutivos de un delito.
El Parlamento ruso discute actualmente un Proyecto de ley copiado casi textualmente de la Ley alemana. Por su parte, el Parlamento italiano viene discutiendo desde febrero de 2017 un Proyecto de ley que busca sancionar con pena de multa de hasta 5.000 euros a quien difunda “noticias falsas, exageradas o tendenciosas” a través de plataformas informáticas.
Si una persona cree que una infección se cura más pronto con baños de lluvia que con dosis de antibióticos, únicamente ella corre con las consecuencias. Pero si un país toma la decisión de ir a una guerra como respuesta a una agresión que nunca existió, las consecuencias colectivas pueden ser devastadoras.
Ahora bien, la pregunta que deberíamos hacernos es sí, dado el daño que las “noticias falsas” pueden producir a la deliberación y a la adopción de decisiones en una democracia, el Estado puede prohibirlas o regularlas.
En la declaración conjunta de Viena de 2017, los cuatro relatores para la libertad de expresión (ONU, OEA, OSCE y la Comisión Africana -CADHP) indicaron que la prohibición de difundir información basada en conceptos imprecisos y ambiguos como el de noticias falsas (“fake news”) es incompatible con los estándares internacionales sobre libertad de expresión.
En este artículo sostengo algunas de las razones por las cuales comparto la posición de los relatores, es decir, la tesis según la cual pese al daño que puede generar la propaganda o la divulgación de información falsa con el objetivo de manipular al público, resulta más dañino para el proceso democrático asignar al Estado la responsabilidad de “purificar” la discusión.
Lo que sostengo en este documento no es otra cosa que la tesis clásica, ya expuesta por la propia Corte Interamericana desde su emblemática OC/5 de 1985, según la cual, al darle al Estado la facultad de prohibir o sancionar la divulgación de información “falsa”, le estaríamos dando la autoridad de prohibir la información inconveniente, es decir, de censurar a sus críticos y de inhibir la deliberación sobre casi cualquier asunto de interés público.
Como lo menciono muy brevemente al final del artículo, la tarea de controlar la mentira le compete a la sociedad y no al Estado.
En este sentido, vale la pena resaltar –y al mismo tiempo vigilar y limitar- iniciativas como el “flagging” o el “ranking” de algunas redes sociales; auto-regulaciones como el Código de Principios de la International Fact-Checking Network; sistemas de verificación de hechos implementados por organizaciones sociales y medios; y, sobre todo, el ejercicio de responsabilidad de los propios usuarios finales en Internet: un like o un retuit de información que nos agrada, pero cuya veracidad desconocemos, puede contribuir a empeorar nuestra calidad deliberativa.
Así, el mayor poder que nos da Internet, exige también el ejercicio de una mayor responsabilidad colectiva.
Para abordar la pregunta planteada, este documento se divide en tres partes o capítulos. En la primera expongo la definición del concepto de “noticias falsas”, con el propósito de delimitar el alcance de la tesis acá sostenida. En el segundo capítulo, expongo las razones que se han dado en el derecho internacional y en el derecho comparado para sostener que los Estados no cuentan con la facultad para prohibir o regular la información “falsa”. Finalmente, en la tercera parte presentó algunas de las alternativas que, adecuadamente implementadas, podrían servir para enfrentar el problema de las noticias falsas sin comprometer la libertad de expresión.
DEFINICIÓN DEL CONCEPTO DE “FAKE NEWS”
El concepto de noticias falsas o “fake news”, aunque no es en absoluto nuevo, pero se hizo popular recientemente luego de que el presidente estadounidense Donald Trump, comenzara a utilizarlo masiva y recurrentemente para referirse a cualquier noticia, periodista o medio de comunicación que no resultara afín a sus intereses políticos o personales.
En este sentido, el presidente estadounidense y otros gobernantes han acuñado este término para blindarse de las críticas y, en no pocos casos, para justificar la regulación o la prohibición de este tipo de información.
Tal es el riesgo que este concepto ha generado, que en la Declaración Conjunta de marzo de 2017 de los relatores especiales para la libertad de expresión de la ONU, la OEA, la OSCE y la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (en adelante, la “Declaración Conjunta de 2017”) los aludieron a este concepto para sostener –como ya se mencionó- que los Estados no pueden utilizarlo como criterio para regular o prohibir la circulación de información.
La pregunta que ocupa este capítulo del artículo es ¿a qué nos referimos cuando hablamos de “noticias falsas”?
Es cierto –como lo ha sostenido el Relator Especial sobre la Promoción y Protección del Derecho a la Libertad de Opinión y de Expresión de la ONU- que dar una definición “autorizada” de este término puede terminar convirtiéndolo en una “categoría jurídica” que incentive su uso por parte de los Estados.
Sin embargo, para efectos de un artículo de esta naturaleza, resulta relevante señalar a qué nos referimos cuando hablamos de “noticias falsas”.
El propio Relator Especial de la ONU, para efectos de comprender el alcance del término que acá se estudia, lo ha definido informalmente como referido a la “información que es intencionalmente distribuida o intencionalmente creada con el objetivo de menoscabar el derecho del público a saber y menoscabar la habilidad del público para discernir entre (…) hecho y ficción”.
En este sentido, la Declaración Conjunta de 2017 citada, traduce el concepto de “fake news” al español como “noticias falsas” y lo equipara -casi indistintamente- a los conceptos de “desinformación” y “propaganda”.
También el Parlamento Europeo ha equiparado los conceptos de “fake news” con “desinformación” y “propaganda”.
“Desinformar”, de acuerdo con la Real Academia Española, significa “dar información intencionadamente manipulada al servicio de ciertos fines”.
El Oxford Dictionaries, a su turno, define “disinformation” como “false information which is intended to mislead, especially propaganda issued by a government organization to a rival power or the media”.
“Propaganda”, por su parte, es la “acción y efecto de dar a conocer algo con el fin de atraer adeptos o compradores”, según la Real Academia Española, mientras que el Oxford Dictionaries define “propaganda” como “information, especially of a biased or misleading nature, used to promote a political cause or point of view”.
Lo anterior sugiere que el concepto de “noticias falsas” no se usa para referirse a la publicación o difusión de cualquier información (objetivamente) falsa, sino únicamente aquella que se hace (i) a sabiendas de su falsedad y (ii) con la intención de engañar al público o a una fracción de éste.
Recientemente en Alemania, los Servicios de Investigación del Parlamento Alemán -una comisión permanente de expertos encargados de asesorar a los parlamentarios en asuntos técnicos- hicieron un esfuerzo importante por construir una definición del concepto de “fake news” (en alemán, “Falschemeldungen”).
Luego de determinar que “no existe a la fecha una definición válida o propiamente jurídica del concepto de fake news”, los Servicios de Investigación concluyeron que el concepto se utiliza para referirse a “noticias intencionalmente falsas, producidas con el específico objetivo de su difusión viral en Internet y en las redes sociales”.
En su documento, hicieron énfasis en que uno de los elementos esenciales del concepto de “fake news” es el componente subjetivo, consistente en la intención de manipular al público “para el logro de determinados propósitos políticos y/o comerciales”.
Hicieron igualmente énfasis en que el concepto de “fake news” se encuentra específicamente referido a afirmaciones de hecho -por oposición a las afirmaciones de opinión-, por ser las únicas que pueden realmente ser objeto de prueba y, por ello mismo, las únicas que pueden ser calificadas como “verdaderas” o “falsas”.
Lo anterior permite concluir que el concepto “fake news”, a pesar de ser relativamente novedoso, se utiliza, sin embargo, para referirse a una problemática vieja: la publicación o difusión masiva de información falsa de interés público, a sabiendas de su falsedad y con la intención de engañar o confundir al público o a una fracción del mismo.
A lo largo de este documento, siempre que nos refiramos al concepto de “noticias falsas” lo haremos con base en este significado. Usaremos también las expresiones análogas de “el discurso deliberadamente falso” o “la publicación o difusión deliberada de información falsa”, para referirnos a la misma problemática.
La definición arriba ofrecida delimita claramente el concepto de “fake news” con base en tres elementos: un elemento material (la divulgación masiva de información “falsa”), un elemento cognoscitivo (el conocimiento efectivo de la falsedad de la información que se fabrica y/o divulga), y uno volitivo (la intención de engañar o confundir al público o a una fracción de él).
El componente material (también denominado objetivo) tiene varias características. En primer lugar, consiste en la publicación o difusión de información falsa. Pero únicamente las afirmaciones de hecho son susceptibles de ser calificadas como “verdaderas” o “falsas”; las afirmaciones de opinión, no.
Por ello, la definición del concepto de “fake news” se refiere únicamente a “información falsa”, porque no existe tal cosa como una “opinión falsa”.
Ahora, no cualquier información (objetivamente) falsa es considerada “fake news”. Se requiere, para ello, que su contenido revista cierto interés público.
Información falsa sobre la vida de una persona particular que no reviste interés alguno podría eventualmente llegar a ser considerada una forma de difamación, pero difícilmente calificaría como un problema de “noticias falsas”.
Finalmente, se trata de la divulgación masiva de dicha información.
Incluso, algunas propuestas, se refieren a las “noticias falsas” como aquellas difundidas a través de las redes sociales, en atención al enorme impacto actual de la interacción a través de las redes y a la ausencia de controles editoriales para garantizar que la información divulgada provenga del ejercicio responsable o auto-regulado del oficio periodístico.
En este sentido, la Declaración Conjunta referida reconoce que la propagación de “información falsa” se predica no sólo respecto de los medios tradicionales de comunicación, sino también, respecto de los usuarios de Internet mediante intermediarios –como Google, Facebook, Twitter, etc.-.
A su turno, el componente cognoscitivo se refiere, como ya se mencionó, al conocimiento efectivo de la falsedad de la información que se fabrica y/o divulga. La referencia a los medios como productores de “noticias falsas” hace alusión a la fabricación deliberada de información falsa y a su difusión masiva a través de Internet o de medios tradicionales de comunicación.
Pero, finalmente, no basta con saber que la información que se divulga es falsa. Existen casos en los cuales para efectos artísticos, culturales o de otra naturaleza (como campañas de expectativa) se divulga información que no corresponde a la realidad.
Sin embargo, sólo será catalogada como “noticia falsa” si tiene la intensión de engañar al público o a un sector del mismo (elemento volitivo) por razones políticas, comerciales o de cualquier otra índole.
Una sátira, una novela, un juego de computador, puede dar, conscientemente, una determinada información que no corresponde con la realidad, pero sin la voluntad de manipular o engañar a la población para efectos de lograr que adopten una decisión sin conocimiento informado de la misma (desde un voto hasta un “like”) y, por tanto, no serán catalogadas como “noticias falsas”.
Desde un punto de vista objetivo, es irrelevante para el concepto de “fake news” si la información falsa fue creada y difundida por parte de actores estatales o no estatales.
La Declaración Conjunta de 2017, en este sentido, aclara que la propagación de “fake news” ha estado “impulsada tanto por Estados como por actores no estatales”.
Sin embargo, desde una perspectiva jurídica hay una diferencia radical: mientras que la divulgación de información falsa por parte de actores estatales está prohibida por el derecho internacional (cuando menos por el derecho interamericano), la divulgación de noticias falsas por parte de particulares, -como será visto adelante- está, en principio, protegida por la libertad de expresión.
En ese sentido, en el artículo que publicaremos mañana nos referimos exclusivamente a la divulgación de las llamadas “noticias falsas” por parte de los particulares.
Finalmente, hay un elemento fundamental que debe ser tenido en cuenta referido a la posible afectación de otros bienes jurídicos.
En principio, la expresión “noticias falsas” o “fake news” no se refiere a información cuya divulgación hubiere podido producir un daño sobre un bien jurídico legítimamente protegido por el derecho.
Se refiere, simplemente, a la divulgación masiva de información falsa con los elementos objetivos y subjetivos que ya han sido mencionados.
En todo caso, para efectos de discutir las eventuales propuestas de regulación es necesario distinguir tres escenarios: aquellos casos en los cuales las llamadas “noticias falsas” afectan, de manera cierta, bienes jurídicamente tutelados por el derecho (como los casos de difamación); los casos en los cuales se regulan o sancionan las “noticias falsas” que podrían producir efectos negativos sobre categorías tan abstractas como el orden público, la seguridad o la moralidad pública; y, en tercer lugar, aquellos casos en los cuales se pretende, meramente, proteger al público del engaño.
Catalina Botero Marino* Decana de la Facultad de Derecho de Los Andes y profesora adjunta de American University. Miembro del Consejo Académico del Centro de Estudios de la Suprema Corte de Justicia de México, del Comité Académico del CELA (Universidad de Palermo-Argentina) y experta permanente de diversos proyectos académicos como Global Freedom of Expression de la Universidad de Columbia. Socia fundadora de DeJusticia, Conjuez de la Corte Constitucional y Ex Relatora Especial para la Libertad de Expresión de la OEA. Ha sido profesora y/o conferencista en más de 30 universidades. Tiene artículos publicados en varios idiomas.
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