“YO NO QUIERO SER VIOLADA”: VIOLENCIA Y GÉNERO

EGO3 noviembre, 2018

por Lara Bohórquez Alvarenga, Seminario de Antropología Política – Ensayo IV.

El día 29 de marzo del 2018, Honduras amaneció inundada con la noticia de la violación y asesinato de la joven universitaria Silvia Vanessa Izaguirre cuando viajaba de regreso a Tegucigalpa en la semana (de vacaciones) santa.

Los medios de comunicación y las redes sociales emitieron distintas narraciones. Sin embargo, la idea principal era que Silvia se había ‘negado’ a ser violada, y por ello, la asesinaron. El titular de El Heraldo dice “Joven doctora muere tras evitar ser violada durante asalto a bus interurbano en Colón”, y el titular de La Prensa es “Estudiante de Medicina que murió en asalto a bus regresaba de vacacionar en Trujillo”.

De ambos titulares se puede extraer lo siguiente: que Silvia murió y no fue asesinada, y por consiguiente, que la razón de su ‘muerte’ fue en condiciones de un asalto. El titular, siendo lo primero que se obtiene de la noticia invisibiliza el hecho de la violencia y de su condición de género. En el comunicado oficial de la Secretaría de Seguridad a través de la Policía Nacional se narran los acontecimientos en los cuales se suscitó el asesinato de Silvia:

“Una vez realizado el asalto, los delincuentes pretendieron obligar bajo las amenazas a los jóvenes a cometer actos sexuales. La estudiante de Medicina Silvia Vanessa Izaguirre Antúnez se negó y uno de los delincuentes le disparó, lamentablemente, perdió la vida cuando era trasladada a un centro asistencial.”

El discurso de la institución representante del Estado en los ámbitos de seguridad, legitimó y sutilmente justificó que el acto pudo prevenirse sí Silvia se hubiese “dejado” violar. La campaña “Yo no quiero ser violada” hace énfasis en tal situación. La – supuesta – capacidad de negar o aceptar ser violada borra la misma esencia de la violación: el forzamiento contra la integridad de una persona.

Esta violencia parte de una lógica reproductora del sistema patriarcal. La demostración y la aplicación de la violencia corresponden a una ritualización que pretende demostrar la existencia de la fuerza física, así como satisfacer la necesidad del hombre de usar en el acto, un poder que las mujeres no tienen. Así, la fuerza gira en torno al atemorizamiento y a la humillación de la víctima, recalca las diferencias jerárquicas entre los géneros y simboliza el sometimiento de la mujer al poder político-físico del hombre (Lagarde, 2005: 261).

De esta manera, la violación es considerada como la síntesis política de la opresión de las mujeres, donde se percibe más explicito la inequidad de género y las relaciones desiguales de poder. Kappler entiende la violencia sexual desde una explicación más abarcadora sobre la sexualidad y cómo se desarrolla la violencia en ella (Kappler, 2010: 4-8). Sin embargo, considero que el patriarcado con su lógica reproductora principal de la violencia recae en el control y dominio específico de los cuerpos femeninos, para asegurar que se cumpla el rol genérico de “cuerpos-para-otros”.

Según Foucault, el territorio de la microfísica del poder es el cuerpo, convirtiéndolo así, en un “campo político” (Foucault, 1998: 32). Es sobre los cuerpos donde se ha construido las funciones sociales, los accesos a recursos, los modos de relacionarse, las dicotomías de Estado y sociedad, entre otras. Sin embargo, el patriarcado en conjunto con la violencia machista, se legitiman a través de la ideología, los discursos, los mitos, las normativas y naturalizan la perpetuación del dominio de los hombres sobre las mujeres.

Sus métodos han sido tan naturalizados, que algunos hasta se vierten como “chistes” o espectáculos. Por ello, el papel de los medios de comunicación en la palestra ha sido de gran relevancia para la transmisión de una ideología dominante en torno a la representación social del cuerpo de las mujeres como objetos. En este caso, sexuales. 

Con el asesinato de Silvia, los medios de comunicación reafirmaron su función bajo los preceptos patriarcales. El Heraldo dedicó una nota digital en donde se muestra la “hermosura de la estudiante de medicina”. En el compendio, se publicaron 13 fotografías con el acompañamiento de algunas notas, que ofrecían datos de su vida “privada”.

La noticia se divulgó rápidamente por ello: Silvia era una estudiante de medicina ‘hermosa’, en su último año, que estaba realizando su servicio social; y que no tenía por ningún lado cómo “denigrarla”. Porque algunas muertes son más dolorosas que otras, y algunas mujeres son más valederas que otras; no obstante, ninguna nunca es merecedora de una vida sin discriminación, estigmatización ni violencia machista.

De igual forma, el siguiente caso que le dio fuerza a la campaña de “Yo no quiero ser violada” fue dado en el escenario universitario. Una universitaria de primer ingreso había sido violada en el campus universitario en horas de la mañana. Al principio, la estudiante denunció en el consultorio jurídico de la Universidad, pero inmediatamente, el representante de la Unidad de Comunicaciones, Saúl Vásquez, desmintió el hecho. Asimismo, la directora del centro regional de VS, Isabela Orellana puntualizó “que no podía negar ni asegurar la violación”.

El discurso ideológico de la violencia patriarcal, otra vez, invisibiliza, niega y oculta la denuncia de parte de las mujeres. La institución de la Nación que está encargada a educar a la población en general, es la que al mismo tiempo, trata de negar las realidades de país. La Universidad con datos arrojados por el Observatorio de la Violencia (UNAH-OV) que indican que una “mujer es asesinada cada 14 horas en Honduras”, se contradice al no querer investigar un hecho suscitado en su propio campus.

Con la misma actitud, actuó la Universidad en el caso de Silvia; al final y todo, era una estudiante que estaba realizando su práctica final para graduarse. Es más, tal institución lo único que realizó fue convocar a una vela por su asesinato, en el que el decano de la Facultad de Ciencias Médicas llamó todas las veces “muerte” a su asesinato. No se mencionó en la vela ni un pliego por la justicia, ni por una investigación ni mucho menos, reclamos sobre la violencia hacia las mujeres.

En este contexto, donde Honduras es considerado el “primer lugar de violaciones en América Latina” surge la campaña de “Yo no quiero ser violada”. Según activistas de la campaña, “en la historia del país a las mujeres se les ha relegado, (…) donde los casos de violaciones no han sido tan visibles”. El silencio, que parte del cultivo de la violencia de género, nutre a la lógica social, política e institucional que opera para la vulneración rutinaria de los derechos de las mujeres.

Este silencio, también, funciona como un objeto de práctica que atribuye la culpa a actos (forma de vestir, bailar, mirar, lugares que frecuentan, compañías con las cuales conviven, etc.) que realizan las mujeres, transformando como objeto al cuerpo femenino. En conjunto, el silencio repercute como un obstáculo para la elaboración de una denuncia y los costos que acarrea denunciar. Ello se demuestra en la negación de la instituciones competentes al deslegitimar la voz de la mujer, y hasta de desvalorizar la agresión física. La compañera Sandy Arteaga enfatiza en tales mecanismos:

“El sistema no nos responde. Si una pone una denuncia el sistema te cuestiona todo: incluso de cómo andabas vestida, dónde andabas y a la hora que andabas, sí andabas alcoholizada o no. A los hombres se les ‘permite eso’, no importa como él andaba vestido, no importa si andaba alcoholizado, por estas razones, a ellos no los violan.

La alusión a la cultura de la violación la legitima en un sistema donde se trivializa esta forma de agresión: se duda de la ausencia de consentimiento, se empatiza con la figura del violador y se culpabiliza a las víctimas (Osborne, 2001; citado Muñoz Ortiz, 2016:54). Según Oxfam, en un estudio realizado en Bolivia, Cuba, Colombia, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala y República Dominicana, el 46% de los jóvenes consultados consideran que la violencia contra las mujeres es “normal”. En el caso de Honduras, los jóvenes entre 15 y 19 años culpabilizan a las víctimas por su vestimenta en un 68% y justifican la violencia sexual por ingesta de tragos o cerveza por parte de las mujeres en un 40% (Oxfam, 2018:59). Evidenciándolo, está el comentario de un hombre hondureño en el grupo focal que realizó Oxfam:

“A veces es bueno prohibirles, porque están en las cantinas o bares… entonces las mujeres empiezan a beber y hay hombres que son pervertidos, y de ahí vienen las violaciones; después de las violaciones vienen los abortos.”

Tal normalización, que no sólo está permeada en la conciencia del sujeto, sino también asumido por las instituciones patriarcales. El Estado, en particular, protagoniza la cultura de violencia contra las mujeres. La institucionaliza a través de leyes discriminatorias contra las mujeres, y a través de un sistema ineficaz para proteger la vida, la integridad física, y la autodeterminación de las mujeres (Aguilar & Fulchiron, 2005:210).

El Estado de Honduras posee una Ley contra la Violencia Doméstica (decreto no. 250, del 2005 y no. 35, del 2013), la Ley de Igualdad de Oportunidades para la Mujer del 2000 y el término de “feminicidio” se incluyó en el Código Penal (art. 118 A) gracias al impulso de las organizaciones feministas. También, Honduras contiene el Plan Nacional contra la Violencia hacia la Mujer desde el 2006, que se renovó en el 2013 con miras hasta el 2022. Sin embargo, estos planes nacionales no disponen de recursos para su implementación, ni sistemas de información para monitoreo de los presupuestos (Oxfam, 2018:36).

El Estado, de la misma forma se contradice, al no aprobar un Protocolo de Atención a Víctimas y Sobrevivientes de Violencia Sexual, construido por expertos de la Secretaría de Salud y miembros de Sociedad Civil, ya que ésta misma exige la prevención del embarazo a las mujeres víctimas de violación sexual según los estándares internacionales. Ello no puede ser posible porque la Pastilla Anticonceptiva de Emergencia (PAE) está prohibida por un acuerdo de la Secretaria de Salud, en el país desde 2009.

La campaña de “Yo no quiero ser violada” trae consigo mismo la legalización de la PAE y del aborto en Honduras. El Estado violenta a las mujeres en todos los procesos hacia su liberación, desde su discurso hasta la re-victimización. El Estado al no permitir y denigrar el cuidado sexual y los derechos reproductivos y sexuales de las mujeres, ni siquiera en casos de violación es la máxima exposición de su patriarcado. Para Julissa Rivas, “Honduras está retrasado, porque la PAE es penalizada y/o prohibida. Honduras es el único país en América Latina en el que está prohibida. Ahí ves que se está violentando un derecho tan importante, que es tu salud reproductiva. ¿Cómo vas a esperar que en otros aspectos sociales, económicos o políticos te lo garanticen?”

La violencia en Honduras está tan generalizada, que en las mismas campañas de “Yo no quiero ser violada” que se basan en empapelar a las ciudades más importantes de Honduras con un mensaje que muestra las múltiples maneras de ser violentada y sus consecuencias, han sido criticadas y satanizadas. Los “habituales” lugares concurridos por la población y considerados como espacios públicos, son evidenciados por la campaña como espacios en los que se ha perpetuado la violencia hacia las mujeres, tales como el bus, la escuela, el barrio, la calle, la iglesia, entre otros. También, la campaña evidencia a los agresores comunes – que generalmente son conocidos de la víctima – y las consecuencias que pueden repercutir hasta en un asesinato.

La simple visibilización de una realidad agobiante en Honduras ha sido, nuevamente, violentada. El Colectivo Feminismo Libertario denunció el daño cometido a los carteles colocados en la Universidad donde se borró el “no”, quedando “Yo quiero ser violada”. De nuevo, la violencia simbólica se esgrime acá, fomentando y reproduciendo la cultura de la violación. La denuncia pública en redes sociales, también fue parte de críticas y de reproducción de la violencia, con comentarios como “Piden pene a gritos”, “dale, te violo si querés”, “como sí un cartel modificado hará que alguien viole”, etc.

Para concluir, quisiera enfatizar que la campaña de “Yo no quiero ser violada” ha causado nuevos revuelos. La situación a nivel mundial de la vulnerabilidad de las mujeres, causada por la dominación masculina se ha ido agravando, no obstante, el movimiento feminista internacional se va fortaleciendo. La lucha de las mujeres ha inspirado otras mujeres, y la sororidad ha traspasado fronteras. En Honduras, no sólo la violación es perpetuado por los andamiajes patriarcales, sino, se observa en otros problemas latentes, tales como la violencia doméstica, los roles de género, los “micromachismos”, la violencia simbólica, psicológica y verbal, la violencia en pareja, en el ámbito laboral y en los espacios políticos, la misma violencia en las leyes e instituciones estatales, entre otros.

Termino con una reflexión por la compañera Suli Rodriguez, militante de la Campaña de “Yo no quiero ser violada”: “ser mujer en Honduras no es bonito. No hay día que no se reciba acoso de un hombre, no hay día que no tengamos miedo, o que me limite a vestirme por lo que me podrían hacer en la calle. Seguir viviendo en Honduras es un acto de rebeldía, y de sobrevivencia. Nosotras luchamos para reivindicarnos como mujeres. Estamos acá para quedarnos.”

Referencias bibliográficas.

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