Arranco este texto con la computadora marcándome error por la palabra femicidio. Intento feminicidio y la reconoce porque hace unos días la incorporé al auto-corrector, pero no tengo la misma suerte que con la primera. Y después que no digan que estos “chunches” son neutros y no saben nada de misoginia, racismo o xenofobia. Igual cuando escribo “compas mexicanas”, me sugiere un cambio por “mexicanos”. Así que sigo sosteniendo que el lenguaje es y ha sido siempre profundamente político. Hace unos días nos sorprendió no solo el femicidio de Ingrid Escamilla, si no, la crueldad de su asesinato: desollada y eviscerada por el hombre que prometió amarla toda una vida, los medios no tardaron en hacer apología del mismo, mostrando fotos de la escena del crimen, mientras demandaban protección de la identidad del asesino por posibles ataques en su contra.
Me acuerdo el tiempo en que, siendo una niña, la policía llegaba a casa. Siempre era porque alguien denunciaba en silencio, lo que ocurría allí. El se escondía en el baño, como buen cobarde que era, mientras mi madre trataba de recuperar el aire y nosotros llorábamos. Al fin, conminado a salir por la amenaza de ir preso, el policía de turno le explicaba que si bien no existían leyes, el pegarle a una mujer no era bueno porque los niños miraban, ella era un ser humano que se merecía respeto y todo un montón de consejos relacionados con la cortesía y la buena educación. El policía se iba y mi primer recuerdo es el silencio atronador que se instalaba en la casa, en la avenida, en la calle. Nadie llegaba a preguntar si estábamos bien, nadie hacía mención de lo que acababa de pasar, nadie nos miraba directamente a la cara, nadie osaba tocarnos. Y vivíamos enfrente de un mercado, así que las miradas y los toqueteos sin intención eran la moneda de cambio común. Creo que todos teníamos vergüenza de lo sucedido, unos con culpa, otros sin ella.
Hoy que tenemos leyes contra la violencia hacia las mujeres, los asesinos de mujeres se burlan del sistema y los medios de comunicación les hacen comparsa. Esto basado en que de todos modos las mujeres estamos en el mundo para eso: ser objeto de divertimento masculino. Si nos negamos a hacerlo en vida, entonces que lo hagamos en la muerte. Frente al declive de los concursos de belleza y las telenovelas tradicionales pues bien vale los “talk show” que nosotras proporcionamos: vivas por insurrectas, muertas por el morbo. La tele basura se ceba con pleitos de mujeres: por infieles, por ninfómanas, por castas, por brujas, por malas madres, por aborteras, por lo que sea. Allí estamos y hay que hacer cebo de ello para las masas.
Recientemente un medio de comunicación ante la ola de femicidios que se dio en los primeros días de enero en Honduras decía medio en broma, medio en serio: “se acaba de cometer un hombrecidio en cierto lado de la ciudad” como si eso fuese la cosa más chistosa del mundo y lo más terrible tal vez fueron los comentarios, masculinos en su mayoría, de como nosotras las locas feministas, nos habíamos inventado eso de los “femicidios”, cuando homicidios es más que suficiente y pasaban a explicarnos el origen latino de la palabra. Macho-explicación pura y dura en un país que tiene una de las más altas tasas de femicidios a nivel mundial.
Hubo un tiempo en el que luchábamos por romper el silencio, hoy nuestra lucha es por desmontar los circos que orquestan alrededor de nuestros cuerpos, enteros o a pedazos, lo que venda más, sin importar el dolor de quienes quedan, de las familias, de las compañeras, de quienes no necesitamos haberla conocido para que su femicidio nos duela. Pienso que nuestras próximas luchas deben ir enfocadas a los medios, a los autores de las fotos, de los artículos, de las “comedias humanas” que permiten, justifican y perpetúan nuestras muertes de diversas formas. No somos su carne de cañón, ni objeto de su diversión y comparsa, ni aquí, ni en el Mictán, Xibalbá o el Uku Pacha (inframundos de los pueblos originarios de América). No seremos parte de su circo de complicidad, de su venta, ni de su goce y nos defenderemos juntas por la vida y a las que nos dejan a veces de forma tan dolorosa, desde el grito de dignidad de la muerte.