(Por Víctor Meza) Fue Mario Sosa, el viejo y legendario dirigente revolucionario hondureño, el que por primera vez me habló de “la tribu de los hondú”. No se trata, me advirtió, de una etnia desconocida, perdida en la jungla africana o escondida en la selva amazónica. “Hablo de los hondú, una especie de tribu local, radicada aquí, en nuestras honduras, y distribuida poblacionalmente en todo el territorio nacional”, concluyó, rotundo y convencido. Me dejó perplejo, debo confesarlo. Su afirmación tenía un discreto sabor a sarcasmo desmedido o humor negro provocador.
De acuerdo con tan original y audaz propuesta antropológica del viejo amigo, la tribu de los hondú estaría integrada por personas y personajes muy comunes y típicos de nuestra sociedad. Es una tribu tan real que resulta imposible ignorarla, aunque no siempre seamos conscientes de su existencia orgánica y funcionamiento cotidiano.
Más urbanos que rurales, los hondú parecieran tener el don de la ubicuidad, la mágica capacidad para
estar en todas partes y en ninguna a la vez. Con lógica de maestro veterano, Mario me ilustró: el ciudadano que te rebasa con su auto en la calle e, irrespetando la luz roja del semáforo, avanza raudo y veloz, riéndose de tu paciencia bovina en la línea de espera, ese, decía Mario, es el típico hondú, el que se cree más listo que los demás, aunque para ello deba violar la ley e irrespetar la civilizada convivencia; y qué decir de la secretaria aburrida que, luego de una tediosa y prolongada cola, te espeta en tus narices que el jefe no está y que, por lo mismo, deberás volver mañana para conseguir la firma anhelada; cabe aquí en esta lista el mecánico que te devuelve el auto con una pieza trucada para que debas volver al taller y pagar de nuevo sus servicios; también es hondú el burócrata que, atrincherado tras una montaña de papeles, “expedientes” les llama, te insinúa que será preciso algún gesto de cariño para aceitar la buena voluntad del esquivo jefe y conseguir el permiso administrativo urgente; y qué pensar del funcionario que complica el trámite y te sumerge en un pantano laberíntico de requisitos para que le pagues la “mordida” necesaria y así, con ese discreto lubricante, acelerar el trámite artificialmente atascado. Todos ellos, aseguraba Mario, con la convicción del viejo tiburón que era, constituyen, casi siempre sin saberlo, la inevitable y omnipresente “tribu de los hondú”.
Tenía razón el viejo amigo. Con el tiempo y, sobre todo, con la experiencia acumulada en mi efímero paso por las esferas del Poder Ejecutivo, he podido comprobar que los hondú existen, que conforman una comunidad tribal y que están por todos lados, desde el Estado mismo hasta los más recónditos eslabones de la sociedad (y, a veces, también la saciedad). Pululan, medran, aparecen por doquier y, casi siempre, solícitos y omnipresentes, copan todos los espacios de la vida social, desde el semáforo de la calle hasta la oficina del gobierno.
Circulan por los más inimaginables ámbitos; se introducen en todos los espacios; invaden los circuitos más ocultos del poder público y, por si fuera poco, también contagian y se apropian de la vida ciudadana en su variopinta totalidad. El hondú que cruza la calle sin respetar el semáforo es el mismo o se parece al que vende su voto e irrespeta la ley; ese es el “ciudadano negativo”, el que deforma la voluntad colectiva y convierte en norma propia su capricho personal, deforma el normal funcionamiento del sistema político, el de partidos y el del Estado. Para sosiego interior y calma anhelante, siento que la votación del pasado domingo 28 es un buen indicio de que los hondú empiezan a ser una tribu en vías de extinción. Ojalá.