(Por: Jorge Madrid) Al final de la novela Cien Años de Soledad, el célebre escritor Gabriel García Márquez sentencia a los Macondos de la siguiente manera: las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
Al indagar la cronología política del país y su praxis desde tiempos de la independencia, se puede entrever la coexistencia de una serie de vicisitudes y males de origen que seguimos sobrellevando y que por momentos nos hace voltear la mirada hacia los sedimentos de una república que pareciera estar todavía de forma inacabada. Décadas de cruentos sucesos que son parte del imaginario colectivo de la misma, esa construcción ontológica a la que llamamos hondureñidad, la carente memoria histórica, y una casta política imperante desde el siglo XIX, indagación que nos brinda un sinnúmero de indicios que azarosamente van armando el nombre de nuestra patria.
Por esa razón, proferir el nombre de Honduras es adentrarse en las secuelas de las constantes rupturas del orden democrático, triunviratos militares y la interrupción de avances simbólicos en materia social, un reformismo castrador de auténticas transformaciones, un pueblo impredecible, el desarraigo o la falta de sentido de pertenencia que termina confluyendo con una exigua cultura democrática. En estas circunstancias tomar postura es más que un deber ciudadano, máxime cuando todavía se intenta salir de un claroscuro, y se continúa sin alcanzar una democracia participativa.
La politización del hondureñ@ es un anhelo de quienes aspiran a despojarse del lastre reproducido por décadas, patrones y relaciones de poder estimuladas desde la lógica de dominación neocolonial. Aún con las cadenas modernas subyugando el país, no puede haber espacio para la resignación, las utopías deben seguir deslumbrando el camino para cambiar la realidad, tener la posibilidad de empezar a sanar la herida abierta que sangra desde la colonia, como bien lo decía hace varios años Gautama Fonseca, esa misma herida de donde también aflora el escepticismo ciudadano.
Entablar ahora un debate franco sobre nuestra democracia y sus múltiples bifurcaciones como también aprender a discrepar, pueden ser una luz que nos ayude a dirimir toda clase de conflicto y encontrarnos en las coincidencias, que nos permitan converger en torno a un proyecto de país, a reconocer la contribución de la literatura y otras manifestaciones artísticas en la generación de pensamiento crítico y, por ende, de una cultura democrática.
Siendo algo ineludible, el precisar en cada hecho que nos ha precedido, hacer una profunda indagación de nuestra condición como sociedad y estado, identificar todo aquello que continúa inhibiendo el avance y la posibilidad de concebir una patria, de percibirla más allá de cualquier panfleto, y poder así encontrarnos con la Honduras flagelada, sentida en su éxodo. Y volver al canto de un Jaime Fontana.
Lograr la madurez como sociedad, para reconocer los desaciertos, hacer hincapié en lo esencial del espíritu crítico, los contrapesos, y alcanzar esa mirada hacia atrás, que nos permita la ecuanimidad que atañe al presente.
Máxime en la coyuntura actual de un nuevo orden multipolar, el giro en la política venida desde Washington, las voces altisonantes que continúan repitiendo narrativas obsoletas, como ciudadanos, debemos tener claro, que solo nombrando y apropiándonos del espíritu público podremos superar el estado anquilosado en el que nos han mantenido por más de un siglo, lo cual fue vislumbrado por el poeta Antonio José Rivas, cuando expresa en uno de sus versos: mi patria es una niña que aún se busca /detrás de los espejos. Espíritu público, necesario para avivar toda autodeterminación como pueblo, y hacerle frente a la reconfiguración de la política global.
Es necesario, desde todas las ciencias, saberes y diversidad, reconceptualizar la idea del poder “fetichizado”, y así dirimir los conflictos patológicos que aún seguimos sufriendo, y lograr una mejor comprensión de la función y totalidad de la política.
Por ende, solo ahondando en la raíz de la degradación del pasado, podremos entender la degradación actual como sociedad, las formas dominantes del ejercicio del poder, comportamientos anacrónicos y caudillismos. Quizás sea necesaria una mirada ontológica a la razón y ser del estado, del hondureñ@ mismo, sus complejos, miedos, desesperanza, y psique.
El descentralizar la cultura y articular todos los procesos culturales independientes que se impulsan al interior del país.
En ese sentir ciudadano, la filósofa Hannah Arendt, expresaba que el pensar, aún siendo una actividad solitaria, no era aislada, ya que la misma requiere de los otros, es de esa forma, como se puede ir forjando una crítica constructiva de la función pública.
Es vital, seguir impulsando toda iniciativa encaminada a retomar los valores cívicos Morazánicos, mantener presente el arquetipo de ciudadano pensado por Morazán, más cuando nos señala que: la grandeza de un pueblo no se mide por la extensión de su territorio, sino por la dignidad y el honor de sus hijos.
En vísperas de un próximo proceso electoral, no está demás auscultar todo imaginario y mitos fundacionales, como ciudadanos, nos corresponde ejercer una mirada acuciosa, asumir una postura disruptiva, aunar el Honduras profundo con la esencia de la política, el repensar los avatares pendientes y superar esa hegemonía y reproducción de la política vernácula “apéndice de la corruptela” y todos sus matices aún presentes, dilucidar un panorama más amplio e integral, y no volver a repetir hechos e ignominias que tanto daño nos han causado.