El primer semestre de 1944 cerró con un aire de esperanza para los pueblos del mundo. Mucho faltaba aún para terminar la Segunda Guerra. Los aliados habían desembarcado en Normandía y comenzaban a moverse hacia el territorio alemán. El ejército rojo puso fin al sitio de 900 días sobre Leningrado iniciando el fin de la nefasta Alemania Nazi. Los Estados Unidos, al otro lado del Atlántico, se embarcaban en una nueva contienda electoral que daría la victoria por cuarta vez consecutiva a Franklin Delano Roosevelt. En New Hampshire, 44 países se reunieron para dar vida a la conferencia Bretton Wood que sentó las bases para constituir la Organización de las Naciones Unidas. Y en Centro América las dictaduras comenzaban a caer.
El 30 de junio de 1944 cayó Jorge Ubico en Guatemala, dictador liberal de mano dura que llegó a la presidencia en unas elecciones en donde él era el único candidato y construyó su gobierno bajo la sombra de Manuel Estrada Cabrera. Poco antes, en mayo, había caído otro dictador en El Salvador, Maximiliano Hernández, aquel general que dijo con orgullo que sus manos no estaban manchadas con dinero «de sangre sí, pero no de dinero» y que admitió que no mataba una hormiga porque creía en la reencarnación, pero sí a miles de campesinos, porque era darles la oportunidad de volver a encarnar en mejores circunstancias. —Maximiliano Hernández Martínez fue luego asesinado en 1961 por su chofer y mozo de servicio en un finca en el oriente de Honduras, donde el anciano militar transcurría su pacífico exilio.
Es de imaginarse como muchos en Honduras interpretaron los vientos de cambio que refrescaban la humanidad como una oportunidad para derrocar a la dictadura del general Tiburcio Carías Andino, que contaba ya con 11 años en el poder y nada tenía que envidiarle a la fama de déspota de los demás dictadores bananeros de la región.
Obreros, comunistas, artesanos y campesinos se organizaron por todo el país para enfrentar la dictadura y forzarla a ir a elecciones. Y lo que fue inspiración para unos, fue advertencia para otros. Carías no estaba dispuesto a salir por la puerta trasera de casa presidencial y se aferró al poder con todo lo que tenía.
En aquel tiempo, se celebraba el 4 de julio, día de la independencia de los Estados Unidos, como fiesta nacional en Honduras. Los opositores a Carías convocaron a manifestarse en las principales ciudades y basándose en los planteamientos de patriotas estadounidenses fustigaron a las tiranías y pidieron directamente a Carías que renunciara a la presidencia.
«Si no renuncia el 14 de julio —decía el panfleto que repartieron los comunistas en parque central de San Pedro Sula—, el pueblo sanpedrano declarará una huelga de brazos caídos».
Y aunque el comunicado daba un plazo de 10 días al presidente Carías, la huelga se adelantó y el 5 de julio ya se levantaron algunos grupos obreros de las bananeras en contra del gobierno.
Empezaron las persecuciones por parte del gobierno. Varios huelguistas fueron apresados y otros tuvieron que ocultarse. Militares y simpatizantes del Partido Nacional distribuyeron una hoja volante diciendo que la huelga había fracasado porque «el pueblo unánime apoya a Carias».
El Ministro de Guerra, Juan Manuel Gálvez, se trasladó a San Pedro Sula para hacer frente a la revuelta y se reunió con representantes de los obreros, que le solicitaron, según consta en documentos históricos publicados por la revista Vida Laboral, el permiso para hacer una manifestación al siguiente día —6 de julio— con el compromiso de que ninguno de los manifestantes portaría armas, para evitar cualquier incidente.
Gálvez accedió, ofreciendo «plenas garantías» a los peticionarios y a su vez les pidió que terminaran con la huelga, pero la comisión dijo que no creía poder convencer a los obreros de que desistieran del paro. Y no pudieron. Los obreros estaban empeñados en hacer caer al dictador.
El 6 de julio el comercio amaneció cerrado en San Pedro Sula. El ambiente estaba tenso. La manifestación comenzó a las tres de la tarde frente a la estatua de Morazán y terminó a las cuatro en la avenida del comercio y la esquina de donde estaba la Droguería Nacional, calle directa a la policía, entre el mercado y el parque central.
Profesionales, obreros, industriales, comerciantes, campesinos, mujeres, ancianos y niños marcharon como una procesión de jueves santo. Salieron unas trescientas personas, la mayoría mujeres que encabezaban la marcha y poco a poco se fueron sumando personas en el recorrido hasta alcanzar más de dos mil, según cuenta el Dr. Peraza, uno de los organizadores que iba adelante.
—Pueblo sampedrano, —dijo el doctor Peraza a los manifestantes—, habéis dado una muestra más de verdadero civismo; la patria os lo agradece, ¡viva Honduras!
Luego se escuchó un disparo. El periodista Alejandro Irías caía abatido por una bala en el pecho. Y como si esa fuera la señal comenzaron los policías a disparar sus ametralladoras de mano, fusiles y pistolas directamente sobre la multitud durante unos diez minutos.
La manifestación estaba rodeada, no tenía salida. Les disparaban desde distintos lugares donde se habían apostado los militares.
Alfonzo Guillen Zelaya, autor del ensayo Lo Esencial, escribió desde México en un artículo publicado por El Popular, basado en testimonios de exiliados que estuvieron durante la masacre: «Entre las víctimas figuran un gran número de mujeres que, por ser las que encabezaban la manifestación, fueron las que recibieron los primeros plomos homicidas. Dos de las mujeres hondureñas inmoladas, cuyos nombres han llegado hasta nosotros: Toña Collier, telefonista e Irene Santamaría, profesora, eran muchachas sampedranas, jóvenes y bellas. Relatan los testigos presénciales que cuando Irene se sintió herida de un balazo en la frente, con el ultimo hálito de vida que le quedaba se lanzó contra el verdugo que blandía una ametralladora «Thompson» en las manos. Ella se aferró al cañón de la ametralladora y el asesino siguió disparando; Irene cayó con catorce perforaciones en el pecho. En aquellos momentos, Toña Collier se abalanzó sobre el asesino, quien enfocó el fuego sobre el pecho juvenil de la muchacha, cayendo ésta para siempre sobre el enrojecido asfalto».
«Tan pronto como cesó el fuego, los parientes recogían algunas de las víctimas. Los victimarios, por su parte, recogían en camiones a los muertos, los que fueron incinerados en el crematorio, para que el pueblo no se enterara de la magnitud de la tragedia. Las calles fueron lavadas para borrar el río de sangre y los heridos eran conducidos al hospital del Norte y al Hospital Americano de La Lima», contó el licenciado Carlos Perdomo a Alfonso Guillen Zelaya.
Escribió el doctor Antonio Peraza según un campo pagado publicado en julio de 1994 por Héctor Lara Rivera: «Ningún acto de vandalismo de los tantos cometidos por el gobierno despótico de Tiburcio Carias ha superado a la barbarie como la masacre de San Pedro Sula. Cualquier palabra que se escriba explicando, con todos los matices, lo que ese acto fue, tendrá que ser insuficiente para expresar la realidad de los hechos. La historia futura de nuestra pobre y martirizada patria se encargará de hacer la denuncia de ese crimen con toda la crudeza de la realidad. El pueblo de San Pedro Sula no podrá olvidar nunca el asesinato de sus gentes perpetrado por una pandilla famélica de odios y movida por el crimen al servicio del despotismo cariísta. Su recuerdo será eterno y vivirá, en el corazón de sus habitantes, como una conciencia acusadora, esperando el castigo que tarde o temprano tendrá que llegarle a los malvados».
No se conoce aún la cifra de muertos ese día, pero todos coinciden en que no fueron menos de cien y pudieron llegar hasta doscientos los asesinados. El gobierno de Tiburcio Carías Andino llegó a su fin el 1 de enero de 1949. Le sucedió en el poder Juan Manuel Gálvez, este último, responsable directo de haber ordenado la masacre.
El 15 de julio de 2004 , la revista Vida Laboral en su número 15 publicó una lista con 42 nombres recuperados de documento semidestruido rescatados por Tornas Erazo. La publicación, en homenaje a los caídos en la dictadura, especifica que la lista es incompleta. No existe lista completa sobre las muertes de ese día. No existe monumento de homenaje a las víctimas de 6 de julio de 1944. La cara de Juan Manuel Gálvez adorna hoy en día el billete de cincuenta Lempiras.
LISTA INCOMPLETA DE LAS VÍCTIMAS DE LA MASACRE QUE GÁLVEZ ORDENÓ EL 6 DE JULIO DE 1944
1— Alejandro Irías
2— Antonia Collier
3— Irene Santamaría
4— Enrique Suncery
5— Concepción Vda. de Gálvez
6— Frailan Valladares
7— Luis Santos
8— Taurino Bustamante
9— Emilio Fuentes
10—Enrique Tinoco
11—José Martínez
12—Ramón Rápalo
13—Ángel Bardales
14—Luis Barahona
15—Noé Barátala
16—José Alvarez
17—Graciela Gonzáles
18—AnadeHowell
19—Lorena Carias
20—Carmen Castañeda
21—Raúl Barahona
22—Francisco Botto
23—Cruz Castillo
24—Amilcar Flores
25—Luis Mejía
26—Antonio Doblado
27—José Cáceres
28—Miguel Mejía
29—Antonio Cervantes
30—José Villanueva
31—Amadeo Botto
32—Nena Santamaría
33—Saúl Barahona
34—Emilio Cáceres
35—Mercedes Morales
36—Héctor Lara Mejía
37—Guadalupe Sarmiento
38—Alfonso Guzmán
39—Miguel R. Mendoza
40—Francisco Paredes Fajardo
41—Emilio Mejía Cáceres
42—Choncita Castillo