Por Rainer Huhle
Centro de Derechos Humanos de Nuremberg / derechos.org
En los últimos años se han multiplicado los comentarios, pronunciamientos, llamados y observaciones, por parte de los organismos internacionales responsables de la vigilancia de los derechos humanos, que hacen mención no sólo de los actos de gobiernos sino también de grupos no-estatales que utilizan la violencia en la persecución de sus metas políticas. En algunos casos, esto ocurrió a pedido expreso de gobiernos que fueron objeto de graves acusaciones de violación de derechos humanos. Podemos mencionar, entre otros, los casos de Sri Lanka, Kenia, Liberia, Namibia, Kampuchea, Colombia, Perú y El Salvador. El hecho que, de tal manera, se pareció poner en un mismo plano la acción de gobiernos y de grupos no-estatales causa alerta entre las organizaciones que, con mucha dedicación y compromiso, se vienen preocupando del respeto por los derechos humanos en el mundo.
Quiérase o no, queda ahora en la agenda del debate entre gobiernos y organizaciones no-gubernamentales de DD.HH, el tema de los causantes de las violaciones de derechos humanos, y a través de ello, la cuestión de la naturaleza misma de estos derechos. ¿Los derechos humanos, por su concepto intrínseco, son vinculados exclusivamente a la acción de los Estados? ¿O son, al contrario, algo que está amenazado por distintos actores sociales, ante todo los grupos alzados en armas o terroristas?
Esta discusión se lleva a cabo no sólo entre gobiernos y ONGs, sino también en el seno de éstos últimos. No puede sorprender que las realidades diferentes de los distintos países hayan producido también diferentes opiniones y tesis en cuanto a la conceptualización de los derechos humanos.
En el siguiente artículo nos proponemos presentar los argumentos más importantes de esta discusión, tomando en referencia el contexto en el cual son producidos; y llegar a una evaluación crítica que toma en cuenta la relevancia, y hasta explosividad política, del problema en cuestión. La base documental de esta presentación consistirá principalmente en los textos de las organizaciones de DDHH de América Latina que mantienen relación de canje de publicaciones con el DIML. De tal modo, el presente trabajo constituye también un resultado del intercambio de ideas entre aquellas organizaciones y nuestro Centro de Información, a través de las publicaciones. No obstante, las opiniones aquí expresadas son de responsabilidad exclusiva del autor.
Se pueden distinguir varios niveles de argumentación:
1) Los argumentos jurídicos que parten de las definiciones de los derechos humanos en el derecho internacional.
2) Los argumentos históricos que se refieren al significado de los derechos humanos dentro de la historia de la emancipación de los ciudadanos del Estado.
3) Los argumentos políticos que discuten las consecuencias de los distintos conceptos de DD.HH. para las políticas de protección de ellos.
Vamos a discutir el problema según estos tres niveles, para ver después la relevancia de cada uno y su interrelación mutua. Consideremos primero los argumentos producidos en pro de la exclusividad del Estado como único posible violador de los DDHH.
1. Los argumentos jurídicos.
Los derechos humanos son hoy mucho más que un mero ideal de la humanidad. Son un amplio cuerpo de leyes que obligan a los Estados. Su fuente más importante es, sin lugar a dudas. la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, la cual sin embargo no tiene fuerza obligatoria, tratándose de una Declaración y no de un Tratado. El espíritu de la Declaración Universal se ha transmitido, de otro lado, a una serie de convenios y pactos de la comunidad de los Estados participantes de la ONU, tal como el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos de 1966, la Convención contra la Tortura de 1984 y muchos más, que sí son tratados internacionales que obligan a los Estados ratificadores a cumplir con ellos.
La mayoría de las constituciones, comenzando con la de EE.UU de 1776, contiene un catálogo de los derechos fundamentales e inalienables de los ciudadanos y las ciudadanas. Los derechos penal y administrativo, normalmente traducen estos principios de las constituciones en normas concretas para garantizar a los ciudadanos el goce de sus derechos fundamentales y para definir sus límites de manera transparente e inequívoca.
Los tratados internacionales son pactos entre gobiernos, tal como la misma ONU es una organización de Estados. Por lo tanto, los sujetos obligados por los pactos internacionales de derechos humanos son los Estados, no las personas ni organizaciones privadas. El derecho internacional, por su misma naturaleza, es un derecho de Estados. Desde esta perspectiva queda claro que también el derecho internacional de DD.HH. es un derecho pertinente exclusivamente a los Estados.
El derecho constitucional norma el funcionamiento del Estado a nivel nacional. Fija las relaciones entre ciudadanos y Estado. El núcleo de cada Constitución democrática es, en consecuencia, un catálogo de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos que el Estado debe respetar. Aquí también, el que es llamado a cumplir con los derechos humanos, es el Estado. Tiene que adecuar todo su sistema legal, y por supuesto su comportamiento real, a un respeto cabal de los DDHH.
Si de tal manera los derechos humanos, a nivel internacional y nacional son ligados al derecho de los Estados, no es de sorprender que existe casi unanimidad entre los juristas de todo el mundo que los DD.HH. son esencialmente una normación de los derechos de las personas frente a los Estados y que son estos los responsables exclusivos para cumplir con ellos y vigilar su respeto. En este sentido existe una relación de derechos y obligaciones «unidireccional» entre el Estado y los ciudadanos, usando un término de Javier Ciurlizza. Visto el Estado como único legítimo representante del bien común, es él el único garante de los derechos de sus ciudadanos, y por lo tanto el único que puede ser requerido en caso de violacion de estos derechos.
Desde esta perspectiva, el término «violación de derechos humanos» no se aplica a una determinada clase de actos atroces, tal como la tortura, la desaparición forzada o el asesinato, sino, con todo rigor, a la comisión de estos actos por el Estado o sus agentes. Algunos teóricos de las organizaciones no-gubernamentales de DD.HH. en América Latina son enfáticos en insistir en esta diferencia elemental entre lo que es un delito (cometido por personas particulares) y una violación de derechos humanos (cometida por el Estado). Rechazando las posiciones de su gobierno, contrarias a esta diferencia, los autores de la «Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz» de Colombia sostienen:
«En todo este tratamiento del delito, el Estado conserva su carácter de UNICO GARANTE DE LOS DERECHOS HUMANOS (es decir, de los derechos iguales de todos los asociados, referidos a una misma estructura jurídica), principio en el que se funda su más radical legitimidad. Por ello mismo, el Estado es el UNICO EVENTUAL VIOLADOR de tales derechos. Las demás transgresiones a las normas necesarias de convivencia ciudadana, que pueden ser consideradas en el lenguaje común como violaciones de los derechos humanos’, ya en el campo jurídico tienen que tipificarse con otras categorías, con el fin de evitar la confusión sobre quién es el responsable de garantizarlos, y con el fin, también, de evitar consagrar la desigualdad en dicha garantía.» (subrayados en el original, (1))
De hecho, todo el sistema de derecho internacional se basa en este principio de que los Estados son los responsables por salvaguardar los DD.HH. Lo constató también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en un documento que busca caminos de cómo la Comisión podría dar más atención a los grupos armados no-estatales como causantes de atropellos al goce de los derechos humanos de los ciudadanos en los países donde actúan. Dice la CIDH:
«Todo el sistema de protección de los derechos humanos está diseñado en función del reconocimiento del Estado como sujeto de la relación jurídica básica en materia de DD.HH. y es contra él que se presentan las denuncias por violación de los derechos reconocidos en la Convención.» (2)
El Estado a raíz de su legitimidad mayor adquiere también una responsabilidad mayor por los derechos humanos. A la luz de estas reflexiones se revelan como absurdas las afirmaciones del Procurador General de Colombia en su segundo Informe sobre DD.HH. cuando dice que:»…el Estado, a pesar de su mayor fuerza militar, es entre los actores armados, el único con una legitimidad fuera de duda, por cuanto es el que menos viola los DD.HH».(3)
¿Cuales serían las consecuencias si se desviara de este principio «vertical» (Ciurlizza) de la responsabilidad por los derechos humanos? En la respuesta a esta pregunta, también, los autores de la «Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz» colombiana son drásticos. Si se aceptara una responsabilidad de actores ajenos al gobierno por presuntas violaciones de derechos humanos, tendríamos que aceptar también una fuerza distinta de la del Estado para garantizarlos.
«Se llegaría, entonces, a una especie de «Feudalismo Jurídico», donde los ciudadanos tendrían que buscar qué grupo les ofrece mejores garantías para proteger sus derechos humanos, y acogerse a su protección. A nadie se le oculta que de allí se seguiría necesariamente la desigualdad de los ciudadanos ante la ley; la destrucción del Estado de Derecho; la desnaturalización misma del concepto de derechos humanos’ y el rápido deslizamiento hacia la barbarie.» ( 4)
Si se enfatiza así el monopolio del Estado por la garantía – y también la violación – de los derechos humanos, es un paso consecuente el reponsabilizarlo también por todos los crímenes que se cometan contra los derechos humanos de sus ciudadanos. Estos crímenes, en el caso que se produzcan por parte de otras personas diferentes de los agentes del Estado, son delitos y no violaciones de derechos humanos según la definición ya explicitada, que parte de la responsabilidad del actor. Desde la óptica de la víctima, en cambio, el efecto de tales crímenes puede ser igual o peor que en el caso que los cometiera el Estado. Para las víctimas, esta distinción no tiene sentido. La única manera de reconciliar estas dos ópticas queda en imputarle al Estado también la responsabilidad por estos crímenes de lesa humanidad no cometidos, pero tampoco prevenidos o castigados por él. Se recurre, en esta argumentación consecuente, a la vulneración de los derechos humanos por omisión. La tortura, la desaparición etc. cometidos por un grupo terrorista son así definidos como delito para los que los cometen, y a la vez como violación de DD.HH. por el Estado responsable del goce de sus ciudadanos de estos derechos, que no impidió o sancionó los crímenes. Lo pone con toda claridad el autor chileno Felipe Portales:
«Evidentemente que si el Estado, por omisión, no cumple con su función de restablecer el imperio del derecho, estaríamos también en presencia de una violación de derechos humanos. Pero el sujeto que la causaría sería siempre el propio Estado y no el particular que comete el delito que no es sancionado.» (5)
2. La argumentación histórica
Esta insistencia en la «unidireccionalidad» de la garantía de los derechos humanos entre Estado y ciudadano tiene su fundamento no sólo en el sistema actual de derecho internacional sino también en la historia del desarrollo del concepto mismo de los DD.HH. en la historia política de Europa. Desde la Magna Charta de Inglaterra de 1215 hasta las expresiones clásicas de los derechos humanos en los textos de las revoluciones francesa y norteamericana, las conquistas de los derechos civiles y políticos fueron, sin excepción, fruto de luchas activas por parte de los súbditos por arrebatar estos derechos al soberano estatal.
En la historia occidental, el nacimiento del Estado moderno y la conquista de los derechos civiles de toda la ciudadanía son un mismo proceso. Si bien es cierto que, por ejemplo en el caso alemán, el Estado moderno pudo desarrollarse durante largo tiempo sin el reconocimiento de los derechos civiles para todos sus ciudadanos, también es cierto que el modelo histórico ideal al que tendió el Estado occidental, era el Estado de derecho que otorga derechos iguales de libertad a todos sus ciudadanos y ciudadanas (a ellas no antes de este siglo).
Desde esta perspectiva histórica, los derechos humanos son marcados por su origen en las luchas contra el poder del Estado. No son unos derechos abstractos, ahistóricos, sino ligados a su contraparte, el Estado. Su razón de existencia es limitar los poderes del Estado. Cuando el Estado, y sólo el Estado, transgrede su esfera de acción limitada por los DD.HH. de los ciudadanos, se habla, entonces, de «violación de derechos humanos».
3. La argumentación política
Además de los argumentos jurídicos y los que se refieren a la teoría histórica de ellos, se aduce también una serie de argumentos políticos para hacer valer la restricción del concepto de DD.HH. a la relación entre el Estado y los ciudadanos. Llama la atención que, en este esfuerzo, coinciden en sus posiciones los críticos de la acción estatal con otros que se inquietan de una pérdida de autoridad del Estado.
3.1. La argumentación desde la defensa de los derechos humanos
Para los defensores de los derechos humanos, en particular los miembros de las ONGs activas en este area, resulta muy reveladora la posición tomada por gobiernos como el peruano o el colombiano ante la ONU, pidiendo la inclusión de los crímenes de grupos subversivos en la agenda de las instancias de la ONU que tratan de los DD.HH. Sospechan, y con mucha razón, que estos gobiernos ponen la acción de los grupos armados en la agenda de DD.HH con la intención de relativizar su propio comportamiento como Estado, el cual, en ambos casos, presenta una larga serie de graves violaciones de DD.HH. La presentación de un panorama generalizado de violencia, o de muchas violencias de diversa autoría, ocultaría la responsabilidad especial que le compete al Estado como único garante reconocido de los DD.HH. de sus ciudadanos. Admitiendo la idea de que son varios grupos, entre ellos el Estado, quienes violan los derechos humanos, la culpa de los agentes estatales podría aparecer menos grave. Se entraría a un debate sobre distintos grados de responsabilidad, sobre culpables de violencia y contraviolencia, siempre con el resultado de ofuscar la responsabilidad particular y de última instancia, del Estado, que no se puede comparar con la de otros autores de violencia. Los grupos defensores de los derechos humanos tienen un interés lógico en insistir en esta responsabilidad suprema del Estado. Toda la lógica de sus actividades se basa en la idea del Estado como el encargado por toda la sociedad de vigilar por los DD.HH de cada uno. Sólo al Estado dirigen sus reclamos, porque sólo a él se le reconoce como legítimo representante del bien común.
Por la misma lógica, los representantes del Estado deberían saludar esta actitud que explícita o por lo menos implícitamente reconoce el monopolio estatal de la legítima representación de los ciudadanos, y también el monopolio del Estado del ejercicio legítimo de la violencia. Cuando por ejemplo los autores de la «Comisión intercongregacional» de Colombia definen la diferencia entre las violaciones de derechos humanos, que comete el Estado, y los delitos, que cometen organizaciones guerrilleras u otros grupos privados, agregan, con respecto a estos delitos, sin vacilar: que «Es obligación del Estado reprimirlos, hacer efectivas las normas de administración de justicia e impedir su impunidad.» (6)
3.2. La argumentación relativizante de los Estados
Todos los Estados modernos, por su lado, reivindican este monopolio de hacer justicia y de la violencia legítima. No quieren, sin embargo, asumir una responsabilidad correspondiente a esta posición exclusiva, en la materia de los DD.HH. Esta falta de lógica no deja de cobrar su precio. En su afán de relativizar sus propios actos de violación de derechos humanos en el contexto de otras violencias, los gobiernos se enredan entre la necesidad de ponerse a un mismo nivel con estos otros causantes de violencia y su pretensión de mantener una autoridad moral y una legitimidad superiores. De un lado, los gobiernos exigen de las organizaciones de DD.HH. que condenen los crímenes de grupos subversivos o terroristas como violaciones de derechos humanos. Pero no quieren aceptar las consecuencias. La única manera de condenar una violación de derechos humanos como tal, para las organizaciones de DDHH que se basan en los conceptos jurídicos arriba expuestos, sería reconocer a su autor como garante legítimo de estos mismos derechos humanos. Llegaríamos entonces a una doble (o múltiple) legitimidad de poderes, un resultado que obviamente no quieren los gobiernos. Lo que en realidad quieren, y ahí su salida engañosa del dilema, es una exculpación política de sus propios actos violatorios de los DD.HH., conformándose, para lograr esto, con el abandono de la noción jurídica del concepto de DD.HH.
Tanto ante la ONU como ante la opinión pública de sus respectivos paises, estos gobiernos diluyen el sentido preciso que tienen los DD.HH. dentro del derecho internacional en una serie de argumentos políticos, que tienden a explicar las razones porque algunos funcionarios del gobierno cuestionado cayeron en la comisión de ciertos «excesos», contrarios a las nobles intenciones del gobierno, por supuesto. Los derechos humanos, de tal manera, se pierden dentro de un mar de violencias sin distinciones:
«El primer aspecto que debe subrayarse es la necesidad de ver el problema de derechos humanos, con su evidente gravedad, como estrechamente interrelacionado con una situación de violencia generalizada, de orígenes múltiples y puesta en acción por agentes muy diversos» (7)
El Procurador General de Colombia, en su Primer Informe no deja dudas sobre la intención de esta confusión conceptual, cuando, en su «Informe sobre Derechos Humanos» afirma que: «…es hora también de problematizar la noción tradicional de los derechos humanoses hora de trascender el paradigma tradicional de los derechos humanos según el cual es el Estado el único agente violador de los mismos»(8)
Del mismo modo, el gobierno peruano busca justificar sus propias acciones con la violencia ejercida por grupos alzados en armas. Pero cuando los organismos de derechos humanos condenan las acciones de estos grupos, esta condenación tampoco es aceptada, salvo si es expresada en términos estrictamente políticos. Si por el contrario, una organización basa la condenación de la violencia subversiva en el derecho internacional, es decir, cuando lo hace en el terreno propio de su accionar, el gobierno comienza a darse cuenta de la trampa que él mismo se ha tendido.
Un ejemplo gráfico es la polémica originada entre el gobierno peruano y la prestigiosa ONG «Americas Watch», a raíz de una condena de Sendero Luminoso, emitida por Americas Watch que, para tal efecto, se basó en el derecho internacional humanitario. Para una organización de DD.HH. como «Americas Watch» resulta insuficiente solamente condenar los actos que llega a reconocer como violaciones, sea de los derechos humanos, sea del derecho internacional humanitario. (La diferencia entre ambos cuerpos de derecho no importa en este contexto. La relevancia de la distinción entre los dos conceptos se verá abajo.) De la condenación tiene que pasarse a la acción de requerir al violador por lo menos la abstención de futuros actos similares. Americas Watch hizo esto, en el caso de los crímenes de Sendero Luminoso, por medio de una carta pública dirigida al jefe de la organización, Abimael Guzmán, requiriéndole el respeto de las Convenciones de Ginebra. Americas Watch se refirió al artículo 3 común de las Convenciones de Ginebra de 1949, que preve garantías para el trato humano de cualquier persona que no toma parte activa en acciones de combate. El mismo artículo aclara que esta obligación es vinculante para todas partes, independientemente de su estatus jurídico, y que su aplicación no implica otorgar ningún estatus jurídico (p.e. de fuerza beligerante) al requerido. A pesar de ello fue exactamente éste el reproche del gobierno peruano, que acusó a Americas Watch de intentar otorgarle el estatus de fuerza beligerante a Sendero Luminoso y proporcionarle, de tal manera, un marco legal para sus ataques contra las fuerzas de seguridad peruanas.
Con razón anota Americas Watch la contradicción evidente entre esta desaprobación, y la permanente insinuación del mismo gobierno de que los organismos no-gubernamentales de DD.HH. estarían ciegos frente a los crímenes de Sendero y otros grupos subversivos.(9)
El resultado un tanto paradójico de estas polémicas es que las organizaciones no-gubernamentales de DD.HH. aparecen como los defensores del monopolio de poder legítimo de los Estados, por su aplicación consecuente del concepto de los derechos humanos reservados a la relación ciudadano- Estado, con el Estado como garante supremo de aquellos derechos. Desde la óptica de las ONGs de derechos humanos, este monopolio estatal no solamente se deriva del sistema jurídico. Es también una necesidad política porque no se puede reconocer (en ambos sentidos de la palabra) otro garante responsable del respeto por los DD.HH.
4. Las posiciones tomadas por las organizaciones de Derechos Humanos
De hecho, las ONGs latinoamericanas, casi sin excepción, mantienen esta noción de los derechos humanos como exclusivamente referidas a la relación ciudadano/a- Estado. En el Perú, donde los numerosos actos atroces de Sendero Luminoso, no sólo contra representantes del poder sino ante todo contra pobladores humildes, constituyen un reto especial para los ONGs de DD.HH., la gran mayoría de ellas condena tajantemente a las organizaciones subversivas. Pero aún en el caso peruano, las ONGs de DD.HH. normalmente no usan el término «violación de derechos humanos» en la formulación de estas condenas. Una revisión de los pronunciamientos publicados al respecto en el Perú, produce una serie de términos alternativos, para calificar los actos de SL, tal como: «prácticas salvajes», «homicidios arbitrarios y deliberados», «violencia política», «actos de terrorismo», «crímenes crueles», «asesinatos a sangre fría», «asesinatos masivos», «masacres de personas indefensas» etc. El común de todos estos términos es que expresan una condena fuerte e inequívoca a nivel ético y/o político de los actos subversivos, pero evitan el término «derechos humanos». En el Informe Anual de 1992 de la «Coordinadora Nacional de Derechos Humanos» del Perú, se encuentra la fórmula siguiente:
«Las acciones de Sendero han devenido en violaciones sistemáticas de los derechos fundamentales de miles de peruanos, derechos protegidos por la legislación y los principios éticos de la civilización.» (10)
Se reemplaza el término «derechos humanos» por «derecho fundamental», lo que en esencia dice lo mismo, pero mantiene la reserva en cuanto al uso de la palabra «derechos humanos». A nivel semántico se revela así cierta incomodidad de las ONGs en la calificación de los actos de los grupos subversivos, que se explica perfectamente por los dos motivos difícilmente conciliables: de condenar los crímenes de aquellos grupos, y a la vez mantener la distinción esencial entre una violación de derechos humanos y otros crímenes.
En algunos casos sí se usa el término «derechos humanos», pero se evita utilizarlo en el contexto de la frase «violación de derechos humanos». Esta salida semántica del dilema propone p.e. la OEA, cuando en su «Resolución sobre Consecuencias de actos de violencia perpetrados por grupos armados irregulares en el goce de los derechos humanos», resuelve:
«2. Expresar su más; enérgico rechazo a los crímenes perpetrados por grupos armados irregulares y su profunda preocupación por el efecto adverso en el goce de los derechos humanos que tales actos provocan» (11)
Ciertamente es admirable la virtuosidad de esta frase, que a la vez que reconoce que por el actuar de los grupos armados se violan los DD.HH de los ciudadanos afectados, evita establecer una relación causal directa entre las acciones de los grupos alzados en armas y esta violación de derechos humanos. Queda así abierto cómo se debe interpretar el causal del «efecto adverso» que es «provocado» (y no «producido»). De manera comparable, la Sub Comisión de la ONU, en una resolución del 27 de agosto de 1992, atiende el pedido del gobierno peruano de condenar a Sendero Luminoso y el MRTA, pero sin usar el término «violación de derechos humanos»:
«2. Expresa su más profundo repudio e indignación ante el accionar criminal de los grupos terroristas Sendero Luminoso y Movimiento Revolucionario Tupac Amaru.» (12)
Un año más tarde, la misma Sub Comisión dió un paso más al hablar, bailando en la cuerda floja, de «violaciones de derechos humanos», que son «el hecho de grupos terroristas»:
«La Sous-Commission condamne énergique- ment les violations des droits de l’homme qui sont le fait des groupes terroristes du Sentier Lumineux’ et du Mouvement Tupac Amaru’.» (13)
También la muy debatida opinión de la «Comisión de la Verdad para El Salvador», respecto a las acciones del FMLN durante la guerra de El Salvador, se ubica claramente dentro de la doctrina ortodoxa. Si bien la Comisión de la Verdad sostiene que el FMLN puede ser responsable de actos violatorios no solo al derecho humanitario sino también al derecho internacional de los derechos humanos, lo hace con una clara condición limitante:
«Hay que reconocer que cuando se da el caso de insurgentes que ejercen poderes gubernamentales en territorios bajo su control, también se les puede exigir que cumplan con ciertas obligaciones en materia de derechos humanos, vinculantes para el Estado según el derecho internacional; por ende, resultarían responsables en caso de un incumplimiento. El FMLN sostuvo oficialmente que tenía determinados territorios bajo su control y efectivamente ejerció ese control.» (14)
Estas resoluciones de la OEA y de la ONU, si bien son novedosas en el sentido de que, como órganos encargados de velar por los DDHH, se preocupan de actos cometidos por grupos no-estatales, desmienten claramente lo afirmado por el Procurador General de Colombia, de que «se ha hecho definitivamente hegemónica la tesis según la cual no sólo el Estado, sino también otros actores armados de orientación contra-estatal, con pretensiones de representación social y política, violan los derechos humanos.» (15)
Lo contrario es cierto. No hay hasta el momento, opinión de peso que sostenga los dicho por el Procurador de Colombia. Existe casi unanimidad entre todos los expertos de que los DD.HH. se refieren exclusivamente a la relación ciudadanos- Estado, y que por lo tanto, son vulnerables solamente por el Estado. Una opinión divergente (16) es sostenida por el jurista peruano Enrique Bernales. También Andrés Dominguez, ex-secretario ejecutivo de la Comisión Chilena de Derechos Humanos, parece sostener que los terroristas violan los derechos humanos, cuando dice que «el terrorismo es siempre un fenómeno vinculado a los derechos humanos» y afirma que «el terrorista se apropia, mediante el sometimiento por terror, de la voluntad del pueblo como sujeto de derechos personales y colectivos y como generadora de instituciones y autoridades, por lo que se ubica en la posición de poder propia del Estado que viola los derechos de las personas.» Es difícil evaluar este argumento mientras no se desarrolle con más precisión. Pero al parecer no cuestiona, en principio, el monopolio del Estado a la vulneración de los derechos humanos, adjudicando más bien a «los terroristas» una especie de acto apropiatorio de ese monopolio.
5. Teoría de los Derechos Humanos y opinión popular: La perspectiva de las víctimas
Si esto es el caso, ¿porqué entonces un debate sobre la cuestión de quién viola los derechos humanos? La respuesta queda en el sorprendente éxito que, por lo menos en América Latina, la idea de los DD.HH. ha tenido. «Derechos Humanos» ha devenido en una noción popular, a veces mistificada en una instancia imaginaria, con competencia de curar todos los males de la sociedad. «Es algo, de que Derechos Humanos debería ocuparse», es una frase, oida con frecuencia, que bien expresa esta creencia popular en el poder protector de las organizaciones que llevan ese término en sus insignias. Desde la perspectiva popular, desde los pueblos vejados por muchas clases de opresores, se pierde con frecuencia esa diferencia tan cara a los teóricos y jurisprudentes. «Derechos humanos» se convierte en algo como un sinónimo de justicia, una nueva manifestación de la buena nueva de que un día habrá justicia.
Desde esta perspectiva de pueblos que son masacrados, según los casos, por militares y policías, bandas armadas de narcotraficantes o grupos políticos sublevados, poco importa si los autores de los atropellos llevan el uniforme estatal o si obedecen a las órdenes de la revolución o de la mafia. La diferencia, tan cara a los teóricos, entre un Estado con su monopolio de violencia legítima, y poderes particulares, pero por esto no menos poderoso, pierde relevancia frente a su calidad común: la de una violación de los derechos elementales a la vida. Los distintos autores de las agresiones que sufre la población, para ésta muchas veces son igualmente distantes y ajenos. La víctima de una represalia de un grupo guerrillero sufre el mismo dolor que la que cae por un ataque contrasubversivo. Ante situaciones como la peruana, donde los asesinatos de Sendero Luminoso, en los últimos años han sido mucho más numerosos que los cometidos por agentes del Estado, las ONGs de DD.HH. no pueden dejar de afrontar estas realidades.
La «indivisibilidad de los derechos humanos», concepto acuñado para enfatizar la validez de los DD.HH. frente a los gobiernos de todos los tintes ideológicos -a diferencia de las cegueras de ambos lados durante la guerra fría – adquiere desde esta óptica de las víctimas una dimensión adicional: los derechos de la persona son iguales frente a cualquier violador. Es un sentido muy profundo, pero poco técnico de los derechos humanos, que constituye un verdadero reto para aquellas ONGs de DDHH que tienen trabajo en países o regiones con fuerte presencia de violencia subversiva. Cabe preguntarse si el dilema se reduce simplemente a dos distintos conceptos de derechos humanos, uno basado en su teoría y su marco jurídico, y otro que sería expresión de un clamor emotivo, pero poco reflexionado, por la justicia. Hay que examinar entonces, nuevamente, los argumentos jurídicos, históricos y políticos expuestos arriba.
6. El Derecho Internacional – ¿Derecho de gobiernos o de personas?
Es opinión casi universalmente aceptada, tal como lo vimos arriba, que los derechos humanos regulan las relaciones entre Estado y ciudadano. Pertenece a esta esfera el así llamado «derecho internacional de derechos humanos». Existe, sin embargo, otro cuerpo de derecho internacional, que sí se aplica también a agentes no estatales: el derecho internacional humanitario (particularmente a mencionar las cuatro Convenciones de Ginebra). Este derecho es, por su contenido material y su historia, en esencia el reglamiento del comportamiento de fuerzas beligerantes. Busca «humanizar la guerra», definiendo lo permitido y lo prohibido en ella. Sus codificaciones modernas incluyen provisiones aplicables también a las guerras civiles o internas, y por lo tanto a grupos sublevados en armas, siempre y cuando estos últimos cumplan con ciertos requisitos que los convierten en una especie de cuasi- gobierno: una estructura de mando, y cierta capacidad de operar militarmente y controlar un territorio.
Las normas del derecho internacional humanitario son bastante exigentes, y coinciden en sus puntos esenciales con las que buscan garantizar también los derechos humanos: prohibición de tratos crueles, de asesinatos fuera de combate, etc. Por lo tanto, muchas de las atrocidades que algunos grupos subversivos cometen, son sancionados y sancionables bajo las normas del derecho internacional humanitario. Las ONGs de DD.HH. y las organizaciones internacionales de vigilancia por los derechos humanos, tal como la Comisión Interamericana o la misma Comisión de Derechos Humanos de la ONU, coinciden en que este derecho sí es aplicable a los grupos subversivos, bajo las condiciones mencionadas. En otras palabras: En la figura del derecho internacional humanitario sí se aplican, con otro nombre, algunas normas esenciales de los derechos humanos (particularmente el derecho a la vida y la protección contra maltratos) a grupos no estatales. Esta operación es posible a través de una interpretación específica de lo que son los grupos alzados en armas. Dentro del derecho internacional humanitario son considerados sumisos a las disposiciones de este cuerpo de derechos en la medida en que cumplen in nuce el rol de un Estado. De tal manera se mantiene el elemento «unidireccional» de la relación Estado – ciudadano, la cual solamente es modificada conforme a situaciones especiales tal como se producen en las guerras internas.
Se entiende porqué los organismos de DD.HH. recurren con cierto alivio al derecho internacional humanitario: permite aplicar normas esenciales de los derechos humanos a los grupos no estatales, sin violar la regla de que los derechos humanos sólo pueden ser violados por el Estado. «Por fortuna», dice Juan Méndez, director ejecutivo de Americas Watch, el Derecho Internacional Humanitario tiene «normas aplicables a los conflictos armados que dan la solución.»(17)
De hecho, para el dilema de los organismos de DD.HH., hay allí una solución tecnicamente limpia. Pero también limitada. Porque no todas las situaciones que producen graves violaciones del derecho a la vida y a otros derechos fundamentales de la población, por parte de agentes no estatales, son cubiertos por el derecho humanitario. Es notable que en esta discusión casi siempre se omiten dos referencias en importantes documentos del derecho de derechos humanos, que podrían abrir el camino hacia la disolución del aludido dilema. Una es el artículo 29 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que dice, en su acápite 1:
«Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.»
En este artículo se rompe la unidireccionalidad de los derechos humanos, complementándose la relación de ciudadano=poseedor de derechos – Estado=garante de derechos, por dos elementos importantes:
1) la relación individuo – comunidad, la que implica una relación horizontal y multidireccional entre los distintos individuos; y
2) el concepto de deberes como complementarias a los derechos. Estos deberes no se refieren al Estado, sino a la comunidad.
La Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la sanción del delito de Genocidio, que fue aprobada justo un día antes de la Declaración Universal, el 9 de diciembre de 1948, en su artículo 4to. afirma:
» Las personas que hayan cometido genocidio o cualquiera de los otros actos enumerados en el artículo 3ro. (La asociación, instigación, tentativa y complicidad en el genocidio) serán castigadas, ya se trate de gobernantes, funcionarios o particulares.»
Aquí una violación de derechos humanos, la más terrible de todas, es vista y sancionada independientemente de la función de quien la cometa. Parece que se trata de una formulación excepcional dentro de los textos básicos del derecho de derechos humanos. En la Convención contra la Tortura p.e., un documento muy avanzado en cuanto a los mecanismos de protección, se define la tortura en función del estatus del perpetrador: sólo comete tortura quien lo hace como funcionario público o instigado o autorizado por el Estado (art.1).
Esto no le resta importancia a la formulación del artículo 4 de la Convención contra el Genocidio. Ante el impacto todavía fresco del genocidio más grande de la historia de la humanidad, los redactores no quisieron dejar ninguna salida para la impunidad de otro genocidio. Se preve así, como consecuencia, la condena de cualquier persona culpable de genocidio, por un Tribunal Internacional (art. 6). Que este Tribunal nunca se instaló, no borra el hecho de que aquí se pensó claramente en la sancionabilidad de un crimen de lesa humanidad, cometido por quien sea, incluso expresamente personas que no representen ningun poder estatal o para-estatal.
En 1948, se puede concluir, todavía no había esa distinción tan nítida entre los derechos humanos, violables exclusivamente por los Estados, y otros cuerpos de derecho.
7. Las dos fuentes históricas de los Derechos Humanos
Este hecho no sorprenderá mucho si reconsideramos algunos elementos de la historia de los derechos humanos. Es cierto que ellos, en Europa y sus dependencias en América, han sido conquistados en una lucha permanente por las libertades de la ciudadanía frente a sus soberanos. Pero detrás de estas luchas por las libertades había siempre una idea fundamental de la dignidad y libertad de la persona humana, idea concebida ya por la teología de la edad media y transformada siglos más tarde en el concepto de los derechos naturales de los hombres. A diferencia de las luchas por las libertades concretas, esa idea no requería de una contraparte a la cual oponerse. Era autosuficiente en su propósito de definir los derechos naturales de todos los hombres en todas las situaciones, y frente a todos los posibles violadores de estos derechos. En el siglo XII, el clérico Gratiano definió el «ius naturale» así: «Ius naturale es lo que contiene la Ley y el Evangelio, que obligan a cada uno de hacer al otro lo que quiere que se le haga a él; y prohibido de hacer al otro lo que no quiere que se se le haga a él.»
Encontramos esta fórmula, siglos más tarde, en la ética de Kant, y nuevamente, en este siglo, en términos no muy distintos, en el artículo 29 de la Declaración Universal de 1948. Obviamente, los derechos naturales así concebidos no se pueden transformar inmediatamente en derecho jurídico. Esta era la parte de las distintas cartas que se arrebataron a los monarcas en el curso de la historia. Pero el concepto de un derecho natural fundamental, que no depende de ningún derecho formalizado, mantiene su vigor, y mucho más en los sectores populares, con su característica desconfianza a la esfera del derecho codificado. En Alemania, y posiblemente en otros idiomas más, la máxima de Graciano es, hasta hoy día, un dicho proverbial muy conocido.
8. El Derecho y el sentido de la Justicia
Esta otra historia de los orígenes de los derechos humanos apunta a una dimensión que es propia de la lucha por los DD.HH: la ética. En la condena moral y la apelación a la conciencia pública reside la fuerza principal del actuar de los ONGs de DD.HH., ante la falta de poderes de sanción efectiva.
Si la idea de la defensa de los DD.HH. es acogida generalmente por mayorías de la población, es por su contenido ético, por un sentido básico de justicia y de compasión por víctimas consideradas perseguidas injustamente. Esta ética popular no acepta, donde es confrontada con violencias distintas de las del Estado, una distinción que se basa simplemente en diferencias del estatus de los responsables de la violencia. Es cierto que la violencia subversiva muchas veces es aceptada por la opinión popular, tanto como lo es, en otras situaciones, la violencia estatal. La opinión pública no es, por sí misma, no- violenta. Pero generalmente tiene sus criterios para distinguir entre violencia justa e injusta, y entre medios de lucha aceptables y no aceptables, criterios muchas veces discutibles, pero no descartables para organizaciones que dependen mucho de esta opinión popular. Las ONGs tienen la posibilidad de influir en ella, a través de su labor de educación en derechos humanos. Será difícil, sin embargo, modificar el sentido elemental de justicia, que no distingue entre el Estado y otros agentes como moralmente responsables de sus actos violatorios de los derechos del pueblo.
9. El reto político de la violencia de agentes no estatales
Pero no solo existe el reclamo por una ética indivisible de los derechos humanos. Las organizaciones de Derechos Humanos, inter y no gubernamentales, se ven también confrontadas con la exigencia de ser efectivas en la salvaguardia de los DD.HH. Las dos demandas resultan difícilmente compatibles y constituyen el núcleo del reto político que se les presenta actualmente a muchas organizaciones de DD.HH. Con sus luchas incansables por los derechos humanos han adquirido una gran autoridad moral en sus paises respectivos, reforzada a través de mucho reconocimiento interna- cional. La base de esta autoridad moral ha sido la objetividad en sus análisis de las violaciones de DD.HH. y las acusaciones o condenaciones consecuentes con este análisis. Ha sido también el hecho de que, en muchas ocasiones, llegaron a obligar a los gobiernos violadores de los derechos humanos a reconocer los principios de DD.HH. verbalmente, y, en casos contados, también en los hechos. Con ello, han comenzado a constituirse, de fuerzas meramente morales, en organizaciones de un poder político, muy limitado, pero real en algunos casos.
Pedirles ahora a las organizaciones de DD.HH. que amplíen el campo de sus acciones hacia los crímenes perpetrados por agentes no estatales, significaría, aparte de los problemas jurídicos ya mencionados, varios cambios en las estrategias establecidas de las ONGs. Por un lado, los agentes no estatales, para las ONGs de derechos humanos, no existen como interlocutores válidos. Aquí no solo hay el problema de la legitimidad de esos agentes, que crea los temores de los gobiernos al meterse las ONGs de derechos humanos con los grupos que, para los gobiernos, son, no aptos para el diálogo. Los enredos resultantes podrían considerarse problema solamente de los gobiernos. Pero aquí hay también el problema real para las ONGs que no existe un marco referencial en el cual pueden ubicar a los agentes no estatales, de la misma manera como, en el caso de los gobiernos, pueden recurrir al sistema de derecho internacional y toda la tradición político- jurídica del sistema de Estados modernos.
El hecho que, desde la óptica jurídica, los agentes no estatales no son responsables legítimos del bien común, se traduce así en la cuestión muy práctica de ¿qué se puede pedir a los grupos no estatales, y en base de qué concepto comunmente reconocido? Estas preguntas no se pueden responder sin un análisis concreto de cada caso (como se vio, este análisis concreto se necesita también para la aplicación del derecho humanitario internacional). En otras palabras: Mientras la metodología de trabajo de los ONGs de derechos humanos tiene su fundamento en la transformación de lo político en principios jurídicos universalmente reconocidos (son pocos los gobiernos que expresamente rechazan los DD.HH.), en el seguimiento de lo que hacen los agentes no estatales, no sirve esta herramienta objetivizadora. No hay otra salida que entrar en el campo político con todos sus riesgos. Evaluar el accionar de grupos «subversivos», «alzados en armas», «terroristas», «guerrilleros», «sublevados», «insurgentes» etc. (la cantidad de términos es bien representativa de la variedad de situaciones) resulta – no siempre, pero en la mayoría de los casos – más complicado y controversial que medir el comportamiento de gobiernos con la regla del derecho de derechos humanos. Pero la tarea no se queda en la evaluación. De ella las organizaciones de DD.HH. deben deducir los reclamos que presentan a los responsables. Si esto a veces es difícil en el caso de gobiernos que buscan ocultar las responsabilidades de sus funcionarios, mucho más es así en el caso de grupos clandestinos, sin jerarquías visibles para el público. Los pedidos de las organizaciones de DD.HH., para tener eficiencia y para poder controlar su cumplimiento, tienen que ser precisos y específicos. Una crítica específica y detallada de una acción significa – implícitamente, pero en la relación ONG – Estado también explícitamente – el aval de las acciones no criticadas, o por lo menos puede ser interpretada así. He aquí la reticencia de los gobiernos ante las condenas que pronuncian las ONGs contra los grupos no estatales: parecen conferirles legitimidad.
Es cierto que en el caso del derecho internacional humanitario, el artículo 3 Común de las Convenciones de Ginebra excluye expresamente que la aplicación de las normas de las Convenciones otorgue algún status a los grupos insurgentes que no tengan de otra manera. No obstante, en la esfera política la acción puede ser vista de manera diferente. Además, en el caso de los derechos humanos mismos, no existe nada comparable al artículo 3 Común de las Convenciones de Ginebra.
Pero, aparte de los celos de gobiernos, que podríamos descartar por su motivación a veces meramente táctica, existe aquí un problema real para las ONGs. Echar críticas a los agentes no estatales significa, quiérase o no, tomar partido en las luchas políticas de manera más pronunciada que en el caso de las críticas al gobierno. Por motivos distintos, los partidarios del gobierno y de la oposicion van a cuestionar la neutralidad política de los críticos. El dilema es que no pronunciarse produce el mismo resultado. Si las ONGs callan ante los crímenes que cometan agentes no estatales, también se cuestiona su objetividad. De dos lados opuestos va en peligro el capital más precioso de las ONGs de derechos humanos: su prestigio público, a nivel nacional e internacional, basado en la integridad de sus conceptos y de sus militantes.
10. Comentarios finales
¿Hay salida de los dilemas descritos? ¿Salidas limpias, libres de contradicciones y trabas? Seguro que no. Los problemas analizados, antes que todo son producto de realidades complejas y contradictorias, no de insuficiencias conceptuales. Tampoco cabe aquí, desde estas líneas, dar consejos a las organizaciones cuya trayectoria demuestra la seriedad con que se han planteado todas las preguntas aquí presentadas, sacando cada una sus conclusiones, que pueden ser bien distintas, según las realidades vividas, las convicciones y conciencias. Quisiera terminar este resumen de problemas y preguntas relacionadas con al actuar de agentes no estatales y su evaluación a la luz de los derechos humanos, destacando algunos temas que me parecen central para el debate y también para el desarrollo futuro del movimiento por los DD.HH.
En sus largos años de trabajo, la mayor parte de las organizaciones que luchan por los derechos humanos, en América Latina han adquirido conocimientos y capacidades técnicas que las califican cada vez mejor para cumplir con sus tareas de defender los DD.HH. de la población. En general, esto ha implicado también una mayor presencia de concepciones jurídicas en vez de puros conceptos éticos. Para ser eficiente en términos de lograr sentencias ante los tribunales nacionales e internacionales, el concepto de derechos humanos se ha venido «derechizando» o, en el sentido de las dos lineas históricas de sus origen, expuestas arriba, se ha inclinado por el lado de la lucha por las libertades concretas a exigir de los Estados. Los derechos humanos han sido estrechamente vinculados a la formación y el desarrollo del Estado moderno. En América Latina, podríamos decir que ellos muchas veces históricamente han precedido al Estado: La lucha por los derechos humanos ha sido parte de la lucha por un Estado reformado, con instituciones democráticas, transparentes y funcionales, más independientes de los intereses de las élites tradicionales. Las organizaciones de DD.HH. que para muchos gobiernos son enemigos odiados y perseguidos, al contrario son una fuente importante de legitimidad. Todas sus críticas del gobierno, se convierten en fuentes de energía para el Estado, al cual, a la vez que criticando sus actos concretos, reconocen como único y legítimo garante de los derechos violados.
Esta función reformadora del Estado, que cumplen las organizaciones de derechos humanos, parece inobjetable – siempre y cuando se den las condiciones para que pueda cumplirse. La pregunta que hoy se plantea es, sin embargo, si no vivimos en una época en que el modelo del Estado, tal como fue concebido an le revolución burguesa en Europa, se viene agotando.
Por un lado, se percibe una creciente internacionalización de estructuras de poder sin que el derecho internacional sepa adecuarse a estas tendencias. La ONU y el derecho internacional, para nombrar dos ejemplos, siguen basandose casi exclusivamente en el principio de la soberanía de los Estados. Los pocos pasos que en materia de DD.HH. se han dado para un derecho supranacional, es decir por encima también del derecho de tratados, no son acompañados por una institucionalidad que les apoye.
Por otro lado, los Estados nacionales, en muchas partes del mundo, después de una fase de expansión realmente sorprendente, son cada vez más cuestionados por fuerzas centrífugas en su interior. En muchas partes de Europa sur- oriental, de Asia, Africa y también en algunas regiones de América Latina, la capacidad del Estado de garantizar derechos iguales para todos sus ciudadanos, objetivamente está bajando. En tales situaciones, ¿a dónde nos lleva la insistencia de la vinculación de derechos humanos y Estado? No sería igualmente importante desarrollar conceptos y estrategias para rescatar los principios de la Declaración Universal también fuera de su contexto estatal? ¿No es tiempo de desarrollar y llevar a la práctica mecanismos de presión también sobre los múltiples poderes de facto que en gran parte del mundo hacen infernal la vida para los pueblos – pero sin únicamente recurrir al Estado como salvador de situaciones que obviamente no es capaz de salvar?
La filósofa Hannah Arendt, en su libro «The Origins of Totalitarianism» (Los orígenes del totalitarismo), ya en 1951 observó que los derechos humanos, históricamente ligados al surgimiento del Estado nacional, con la crisis de éste también podrían entrar en crisis. Las masas de refugiados al término de la guerra mundial eran testigos de esta crisis y a la vez sus víctimas. «En el momento en que los hombres no gozaron más del amparo de un gobierno, no gozaron más de sus derechos civiles de ciudadanos, en el momento entonces en que dependían exclusivamente en este derecho mínimo que supuestamente le es natural, ya no había nadie quien les garantizara este derecho.»(18)
Este análisis de postguerra describe con precisión asombrosa los dilemas de los derechos humanos también de hoy en día. El debate sobre el alcance de los derechos humanos no se puede dirimir solamente en vistas de un Sendero Luminoso o un Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, FMLN. Lo que está en juego es un número creciente de personas, en todo el mundo, que los Estados no pueden o no quieren amparar en sus derechos inajenables. El concepto de los derechos humanos basado en el concepto del Estado de derecho ha sido un instrumento sumamente valioso. No abogo por abandonarlo. Pero la pregunta, si será suficiente para lo que nos adviene, requiere respuestas urgentes.
NOTAS:
1. Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz. «Justicia y Paz». Vol. 4 N°4, Bogotá oct.-dic. 1991. Pág.8.
2. Comisión Andina de Juristas. Lima. Boletín. N° 33, 1992. Pág. 60.
3. Procuraduría General de DD.HH. de Colombia. Segundo Informe. Bogotá 1993. Pág. 4
5. Felipe Portales. «Reflexiones sobre Derechos Humanos y Terrorismo. Boletín. Comisión Andina de Juristas. N°32. Lima, Marzo1992. Pág.34.
6. Comisión Intercongregacional Justicia y Paz. Vol 4 N°4. Pág. 8.
7. Palabras del Consejero Presidencial para los Derechos Humanos, de Colombia, citadas en «Comisión intercongregacional» p.10)
9. Americas Watch: Peru under Fire, New Haven and London 1992, p. 57 y73s.
10.Coordinadora Nacional de Derechos Humanos: Informe sobre la situación de los Derechos Humanos en el Perú en 1992. Lima 1993, p. 21
11.Asamblea General de la OEA, Resolución AG/RES. 1043 (XX-0/90)
12.Comisión de Derechos Humanos de la ONU, Sub Comisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías, 44 período de sesiones, tema 6.
13.Moniteur droits de l’homme. Paris 22, sept. 1993, p.22-.
14.De la Locura a la Esperanza. Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, Naciones Unidas, San Salvador – Nueva York, 1992-93, p.11.
15.Procurador General de la Nación: Segundo Informe sobre Derechos Humanos, Bogotá 1993, Pág.3.
16.Ver: Enrique Bernales, La situación actual del Perú: Crisis Política, Violencia y Pacificación. Documento presentado ante el parlamento alemán, Bonn, setiembre 1992, p.13. También Andrés Domínguez: Terrorismo y Derechos Humanos, folleto editado por la Comisión Chilena de Derechos Humanos, Santiago 1990, p.1.
17.Juan E. Méndez: Violaciones de Derechos Humanos por agentes no estatales. En: Comisión Andina de Juristas, Boletín, No. 38, 1993, p.20)
18.Citado según la edición alemana: Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft. Munich 1986, pág. 455)