La vuelta de Trump a la Casa Blanca y el tablero latinoamericano: ¿más de lo mismo?

Redacción El Pulso8 noviembre, 2024

MOSCÚ, Rusia 

El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca ha sido, si no sorprendente, al menos inquietante en buena parte del mundo. Su imprevisibilidad y sus ofertas radicales, que incluyen poner fin a todas las guerras en las que su país está involucrado y enfoques económicos proteccionistas, han levantado una andanada de análisis y comentarios sobre lo que cabe esperar a partir del 20 de enero de 2025, cuando iniciará su mandato de cuatro años.

En América Latina, las reacciones a su victoria han oscilado entre la prudencia y el entusiasmo. Sectores derechistas, ora en el Gobierno o en la oposición, han acogido con beneplácito su vuelta, al estimar que el magnate republicano es un aliado invaluable, tanto para el despliegue de sus agendas en el continente como para frenar cualquier iniciativa progresista por medio de demonizaciones mediáticas, apoyo económico, presiones diplomáticas, amenazas e, inclusive, sanciones económicas y financieras.

Desde la acera de los progresismos y las izquierdas han prevalecido las salutaciones protocolarias y cordiales, así como el énfasis en que las relaciones con Washington puedan transcurrir sin sobresaltos, en un clima de respeto mutuo.

De otra parte, aunque la región latinoamericana y caribeña no parece ir a la vanguardia de las prioridades geopolíticas de Trump, más enfocado en Asia-Pacífico, Oriente Próximo y el conflicto en Ucrania, su anterior gestión y algunos de los planes que anunció durante la campaña, encienden alertas sobre posibles movimientos que, de hacerse efectivos, dejarían huella perdurable.

Por ello, si bien cabe esperar que la política exterior de Washington hacia los países de América Latina no sufrirá cambios demasiado drásticos, hay tres áreas críticas a las que habría que prestar atención, pues el continuismo no figura como alternativa: comercio, migración y la relación con países declarados como hostiles.

Desde que irrumpió en la escena política a mediados de la década pasada, Trump se ha expresado abiertamente a favor de políticas proteccionistas. En su decir, la deslocalización es la causa última del declive del empleo y de la productividad en la economía estadounidense, lo que solo puede resolverse con el fortalecimiento de la producción local, hoy en desventaja frente a multitud de mercancías importadas.

Esta narrativa sirvió de sustento para la guerra comercial contra China, pero también es una carta a jugar en el comercio con América Latina, donde EE.UU. es el primer o segundo socio comercial de la mayoría de los países.

De entre todos, el que parece más vulnerable a esta estrategia es México, no solo porque ambos son principales socios comerciales el uno del otro, sino porque el ahora presidente electoamenazó con imponer aranceles de al menos el 25 % a los productos mexicanos, si la presidenta de ese país, Claudia Sheinbaum, no frena lo que calificó de una «avalancha de criminales (migrantes) y drogas» que ingresan por la frontera común.

Frente a esto, Sheinbaum adoptó un tono conciliador y auguró que las relaciones entre las dos administraciones serían «buenas», pero lo cierto es que el anuncio de Trump se ampara en dos asuntos de enorme complejidad que difícilmente pueden ser resueltos en el corto plazo, aunque las dos gestiones se emplearan a fondo en ello.

En adelanto a lo que podría venir, el secretario de Economía de México, Marcelo Ebrard, aseveró que el Ejecutivo enfrentaría las amenazas de Trump con «sangre fría e inteligencia» y estimó que sería poco probable que se produjera un deterioro en las relaciones comerciales entre los dos países.

Con independencia de esta espada de Damocles, el recién estrenado Gobierno de Claudia Sheinbaum amarró inversiones extranjeras para 2025 que superarán los 20.000 millones de dólares. Esto, sumado a la vigencia de las condiciones del T-MEC con EE.UU. y Canadá hasta al menos 2026, cuando está prevista la revisión de los términos del tratado, le da un margen de maniobra a su gestión durante al menos un par de años.

Queda ver si lo dicho por Trump no se fue más que una declaración formulada al fragor de la recta final de la campaña electoral, sin intención real de implementarla, pero su enfoque económico deja abierta la puerta para que se impongan aranceles sobre mercancías de terceros países bajo alguna excusa.

Aunque el caso mexicano merece especial interés, el proteccionismo de factura trumpista también podría afectar decisivamente las economías de países como Guatemala, Honduras o El Salvador, altamente dependientes de los intercambios con Washington y con menor capacidad de respuesta que otras naciones con economías más diversificadas.

Aún fuera del gobierno, Trump convirtió la crisis migratoria en un tema de la agenda pública y tiene de su lado a la mayor parte de la clase política, con independencia de su partido de adscripción, que ha pasado a considerar el asunto como un problema que compromete la seguridad interna de EE.UU. frente al cual impera tomar medidas drásticas y eficaces.

Sus señalamientos contrastan con la realidad. Según cifras oficiales, los encuentros fronterizos cayeron 55 % entre el 5 de junio y el 30 de septiembre del año en curso, con tendencia hacia la baja, pero el político republicano insiste en referirse a los migrantes como «criminales» y a responsabilizarlos de los problemas internos.

En campaña, Trump prometió llevar a cabo la mayor deportación de migrantes en la historia de su país y de cerrar por entero la frontera sur, pese a las críticas documentadas que se han formulado contra este enfoque militarizado y punitivo, en tanto no desincentiva la movilidad humana sino que hace que los migrantes intenten llegar a su destino a través de rutas inseguras, a menudo controladas por el crimen organizado.

En esta ecuación aparece nuevamente México. Además de prometer que completará la construcción del controvertido muro fronterizo, el magnate republicano ha manifestado que se propone reactivar su plan ‘Quédate en México’, una iniciativa creada para impedir que migrantes procedentes de terceros países cruzaran a territorio estadounidense mientras se tramitaban sus solicitudes de ingreso.

Todavía no está claro cómo se financiarían las eventuales deportaciones masivas y la conclusión del muro, pero el hecho de que el Partido Republicano controle las dos cámaras en el Congreso, es sin duda una condición favorable para que se aprueben recursos y leyes destinadas a poner en práctica estas acciones.

«No es una cuestión de precio. En realidad, no tenemos más remedio. Cuando la gente ha matado y asesinado, cuando los capos de la droga han destruido países, ahora tendrán que volver a esos países, porque no se van a quedar aquí. Eso no tiene precio», argumentó Trump la víspera, al ser preguntado sobre el tema por NBC News.

Empero, quizá lo más relevante en esta materia está ocurriendo dentro de América Latina, a donde se ha extendido el enfoque trumpista de la migración. En esta línea, gobiernos como los de Panamá, Perú, República Dominicana o Chile, han puesto en marcha planes locales altamente militarizados para expulsar a migrantes en situación de vulnerabilidad, a los que invariablemente se les asocia, total o parcialmente, con delitos.

Con todo, esta postura no es única. Otros presidentes, como el colombiano Gustavo Petro, insisten en que para frenar los flujos migratorios hacia el norte impera atender las causas de esos desplazamientos y poner fin a todo tipo de sanciones y bloqueos, en tanto la causa primaria de la migración es la mejora en las condiciones de vida. «La única manera de sellar las fronteras es con la prosperidad de los pueblos del sur y el fin de los bloqueos», escribió en X, a propósito del triunfo de Trump.

Finalmente, está la cuestión de los países calificados por Washington como «hostiles»: Cuba, Venezuela y, en menor medida, Nicaragua. En los casos de Caracas y La Habana, son víctimas de implacables coerciones económicas y financieras que no cesaron durante la gestión demócrata que concluirá en enero próximo.

En líneas generales, es esperable que desde la Casa Blanca se impulsen abiertamente políticas de «cambio de régimen» como las que se implementaron en el pasado, sin que pueda descartarse a priori ninguna opción. Estas acciones podrían variar desde el financiamiento de opositores y el impulso de protestas hasta más bloqueos y tentativas armadas por delegación.

No obstante, hay matices. En el caso cubano, es improbable que la vuelta de Trump se traduzca en el alivio del bloqueo impuesto hace más de seis décadas, dado que fue en su anterior gestión donde se impusieron las más recientes sanciones, traducidas en enormes afectaciones sobre la economía local.

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