[CUENTO] «CERDOREX»

EGO30 septiembre, 2016

…Por Abigail Guerrero (El Salvador, 1972)                                                    

Era de magrugada cuando don Anselmo Cruz, el retirado carnicero del pueblo se presentó en estado de ebriedad en la carnicería El adobo Feliz, exigiendo que le entregaran al último descendiente del ancestral e iluminado Cerdorex, un mítico extraterrestre que según Anselmo Cruz, y otros borrachos del pueblo, dio origen a la humanidad.

La carnicería estaba aparentemente sola. Como siempre, Anselmo desenvainó su machete para gastarse la misma broma del asalto a mano armada con la que siempre lograba amedrentar a cualquier trabajador desprevenido, pero a diferencia de otros días no escuchó los estallidos de risa, ni las frases socarronas de sus antiguos compañeros de trabajo. Entonces recordó que era navidad, y que seguramente los empleados estaban repartiendo la carne en los mercados o establecimientos más cercanos. Y ya estaba por retirarse cuando una mano ensangrentada apareció entre los cerdos recién sacrificados. Anselmo la reconoció de inmediato. La mano comenzó a chasquear una antigua balada popular, al tiempo que emergía lenta y rítmicamente entre los bultos de carne, hasta dejar al descubierto a un hombre robusto, sonriente y pálido, quien se esforzaba por mostrar una dentadura completamente gastada por la afición de mascar tabaco. Anselmo reconoció que había llegado la hora… Por un momento pensó en escapar, pero los tragos demás le hicieron subestimar las intenciones del aparecido. Se trataba de Abel, el Salmuerita, un hombre muy temido por ser el ahijado del alcalde, y sobre todo, por su amplio récord de asaltos a mano armada, riñas callejeras, maltrato hacia mujeres y su relación con una serie de desapariciones que inexplicablemente jamás pudieron esclarecerse. Todos evitaban un contacto directo con él. Todo el pueblo sabía que entraba y salía de la penintenciaría con facilidad como si fuera un hospedaje para turistas, y además, que su expediente psiquiátrico, en poder del abogado defensor, contenía claras evidencias de una personalidad psicopática.

Por fin nos encontramos. —Murmuró Abel, esbozando una cándida sonrisa que contrastó con la carga venenosa reflejada en sus pupilas. Era el momento de cobrar la factura. Abel le cobraría las siete afrentas de borrachos, los siete absurdos y escandalosos duelos setecientas veces rechazados, setecientas veces postergados.

Con un viejo y afilado machete en sus manos, Anselmo corrió hacia la barranca donde diariamente se vertía la sangre descompuesta y otros residios contaminados. Abel parecía disfrutar la persecución. De cuando en cuando, soltaba una risotada para amedrentar a la víctima que hacía esfuerzos desesperados por escapar hasta que se sintió acorralado por la fatiga y la irregularidad del anegado suelo.  Machete y hombres rodaron barranca abajo. Mientras el mundo daba vueltas a su alrededor, pudo sentir la fuerza, el ímpetu, y la locura desmesurada de aquel hombre dominado por la hilaridad. Estaba vencido. Soltó el machete y se dejó golpear, mientras su mente recreaba los momentos más memorables, las largas tertulias con el maestro Ciriaco, los interestelares encuentros con el mítico rey Cerdorex, el verdadero “creador de la humanidad”, y las sorprendentes imágenes de remotas galaxias, tan luminosas como los últimos rayos proyectados en su mente, tan chisporroteantes como las llamas prendidas bajo el comal de la cocina, donde su esposa y los niños preparaba la comida para la venta.

Y con estas imágenes se incorporó de nuevo. Cuando abrió los ojos expulsó la cotidiana y pestilente bocanada, consecuencia de su prolongada y ruidosa borrachera. Súbitamente, se empapó en su propio caldo. No le importaba. Este pequeño accidente lo transportó de nuevo al lodazal de barro, sangre y estiércol donde diarimente se revolcaban los tuncos. Fascinante recuerdo. Parecía disfrutar esta pestilencia. Eran similares, pensó, “un maravilloso olor  sagrado. El auténtico olor de donde provino la humanidad.”

Ese momento de profunda meditación, se interrumpió ante la invasión de diversos ruidos: susurros, palabras, risas, gritos, gorjeos de pájaros, el burbujear del aceite en el perol, numerosas manos palmeando la masa, la vibración de pedazos de ojalata que agitaban para atizar el fuego. No había prisa. Los dejaría en paz para evitar la fatiga y para no interrumpir los preparativos de la Noche Buena.

A lo lejos, él notó que todos estaban apurados en la preparación de las tortillas, tamales y otros trabajos. Los medianos preparaban los tamales, los más pequeños desgranaban el maíz, limpiaban la enramada, atizaban el fuego y las mayores regresaban del mercado. Ellas habían vendido en la plaza, varias guacaladas de atol shuco, el atol “levantamuertos” como solían llamarle a esa bebida elaborada con maíces blancos, con maíces negros y fermentados. Según ellas, era un alimento con propiedades mágicas, capaces de retornarle la energía, el aliento y hasta el alma a aquellos que padecen de resaca. Pero la madre ya no creía en eso. Durante años, ella intentó curar al marido con infinidad de recetas, con esencias de maíz fermentado, con enjuagues de ruda, con extractos de lagartija, con mejunjes serenados bajo la luna menguante, bajo la luna menos cuarto y con otros brebajes más cercanos a la hechicería que a la medicina tradicional. Por último, optó por ignorarlo. Sus hijos tenían prohibido dirigirle la palabra. Y si intentaba una acción violenta contra ella, cumplirían la inquebrantable orden de mostrarle la puerta a fuerza de garrotazos. Lamentablemente,  todas las mañanas se repetía la misma escena.

—¡Ya llegué del Rastro Chico. Se me concedió volver!

Revolcado, sucio y mal oliente a estiércol de cerdos, el hombre hacía esfuerzos para arrastrarse hasta el tronco de la enramada desde donde acostumbraba a gritar su cotidiano discurso de odios y rencores acumulados después de tantos años de tedio y frustración:

—¡Ya llegué del Rastro Chico. Se me concedió volver! ¡Háblenme pues hijues, hijues del maíz. Háblenme, cerotes!

Estaba preparado para pronunciar los otros insultos cotidianos, pero un asalto de debilidad lo arrojó al suelo. Ya no soportaba como antes. Una y mil veces se había revolcado con los borrachos, quizás el “coche bomba”, ese licor barato que ingirió en días anteriores le provocaba esos estragos repentinos, pero la noche anterior estuvo chupando fino con don Ciriaco, el profesor jubilado, puras cervezas negras, varios vasos de whiskey, cortesía del “Maishtro” y tres botellas de chaparro contrabandeadas en Jocoro, un lugar donde abunda la crianza de cerdos. Seguramente, todo ese licor había agotado sus fuerzas. Por un momento se sintió tan ligero como una pluma. Y hasta creyó que podía flotar fácilmente hacia otros lugares, donde una multitud de cerdos gruñía su nombre y lo ovacionaba con entusiasmo. Era una multitud ansiosa por librarse de la terrible opresión humana. Y sumergido en el éter de su alucinación comenzó a gritar:

—¡Ay, mis tuncos, mis pobres muchachitos y para qué los crío yo, para qué los cuido si todos los díyas el matarife les clava el cuchillo! ¡Pero esto va cambiar! ¡Un díya, yo gua salvar a todos los tuncos del mundo. Yo, Anselmo Cruz originario de Jocoro, por casualidá, ex combatiente de la guerrilla, por casualidá, ex recluta del batallón Matasanos, por casualidá, miembro honorario de las cantinas agremiadas S. A., por casualidá, ex aspirante a guardia suburbano de la PH, por casualidá, en este preciso instante, les declaro que me propongo salvarlos. Salvaré a todos aquellos que no seyan políticos. Los gua salvar del cuchillo, los gua salvar de ser destasados vivos. ¡Ay, cómo sufro! ¡Cómo sufro cuando ustedes chillan! ¡Otra vez, esos chillidos. No… ¡Ya no chillen mis niños, ya no chillen más mis tuncos, por favor! ¡Pronto seremos liberados por Cerdorex! Y ustedes no volverán a sufrir el precio de la navaja, del cuchillo carnicero, cachicero y desollador. Pronto, ustedes encontrarán su venganza en este mundo cruel y hostil abarrotado por los asesinos carnívoros que suelen llamarse hombres. Aguántense mis cerdos. Seyan machos. Aguántense un poco más.

Preso por un dolor intenso se echó a llorar como un niño. Los últimos meses había acrecentado su locura debido a las palabras de Ciriaco López, el maestro jubilado, famoso por su eterna adicción a la cantina y mejor conocido en el pueblo como el “Maishtro”. Le encantaba convidar a los borrachos cuneteros más arrastrados para compartirles sus escritos. Solo los borrachos lo respetaban. Solo ellos podían admirar y validar sus quiméricas teorías sobre el origen del ser humano en el universo.

—Yo, Ciriaco López, sostengo que Charles Darwin estaba equivocado. El ser humano no proviene del simio, ni de ningún ser parecido al mono, sino más bien del cerdo.

—Maishtro, respetable, Maishtro, explíquenos cómues eso.

—Hace muchos años, antes de que el hombre apareciera, existió un ser extraterrestre llamado Cerdorex quien vino a la Tierra para reproducirse, ya que en su planeta todas las hembras lo despreciaban por ser un genio neurótico. Y no encontrando a una hembra de su especie en la Tierra, decidió experimentar con sus propias células. La máquina reproductora de su nave cometió un grave error produjo dos tipos de seres: a los cerdos que conocemos ahora y a los primeros hombres que al principio se parecían mucho a los cerdos. La diferencia era que unos parecían ser un poco más inteligentes y los otros solo gruñían. Pero Cerdorex quería hijos tan genios como él. Hijos con los cuales pudiera conversar sobre cosas de ciencia. Intentó hablar con sus creaciones,  pero estos todavía no se habían desarrollado para esto. Harto de todo, abandonó el proyecto y se fue en su nave. Con el tiempo los seres humanos desarrollaron su inteligencia.

—Permítame que me resista a creerle, Maishtro, y cómo me comprueba que eso es cierto.

—Observen que anatómicamente nos parecemos. Los científicos colocan piel de cerdo en las quemaduras. Y miren cuántos productos se sacan del animal, y….

—Y entonces, ¿por qué nos hartamos cerdos todos los días? ¿Por qué descuartizamos a diario miles de ellos en el mundo?

—Yo no sé por qué puercas. Lo único que sé es que somos hermanos de la misma célula y de la misma máquina. A lo mejor necesitamos un redentor. Sí, eso es. Necesitamos un redentor. Uno capaz de reinvindicar a todos los cerdos del mundo y establecer contacto con Cerdorex, el extraterrestre.

—Brindo por la inteligencia de mi amigo el maishtro. Salud, mi estimado.

La noticia de un redentor alentó las descabelladas ideas de Anselmo. Ahora comprendía su depresión. El consideraba que siempre estuvo deprimido porque su oficio lo obligaba a matar a sus mismos congéneres, a los hermanos que fueron creados en la misma “máquina.” Y desde entonces, se obsesionó con estas ideas. Nunca sintió ni el menor remordimiento por abandonar a su familia; pero sí tuvo la plena convicción de salvar los intereses del mundo porcino convirtiéndose en el célebre redentor. Solo él podría reinvidicar a todos los cerdos y entrar en contacto con Cerdorex. ¡Ay, y cuánto licor podría conseguir desde su nueva posición: Don Anselmo Cruz, redentor de la vida porcina! El estaba decidido. El Maishtro le dijo que Cerdorex hacía contactos con la Tierra una vez cada 1000 años; y que después de la navidad, él podría conversar con él solo si subía la montaña más alta que pudiera encontrar. De modo que esa navidad sería la última. No podía irse a conquistar el universo, sin antes despedirse de su familia.

—Ay, cómo me duelen las costillas por culpa de ese cerote, el desgraciado Salmuerita! ¿Y qué pasa, gente? Yo he venido a celebrar la navidad con ustedes. ¿Y qué? Nadie va a recogerme.

Por ser el padre de 12 hijos se creía con el derecho de exigir atenciones especiales; y estaba decidido a permanecer en el suelo, gritando groserías hasta que se dignaran a socorrerlo. Pero la familia lo ignoraba por completo. Solo Canelo, su perro aguacatero parecía incómodo ante su presencia. Aullaba con rabia y hasta con miedo desde el rincón donde siempre se rascaba las pulgas. Mientras tanto, la esposa de Anselmo y los hijos estaban atareados en la preparación de tamales y tortillas.

—Apúrense cipotes, que la Chabela nos encargó 120 tortillas. Y vos, Cande, apurate con la ida al molino. No puedo creer que nos hayamos retrasado tanto.

—Amá, amá, y nos vas a comprar cuetes.

—Y que ves que tengo pisto, pues. Anda pedile al borracho de tu tata. Allá debe de andar tirado en alguna esquina.

—No. Que no se le olvide, amá. El dijo que estaba trabajando con los tuncos de don Lencho.

—Mentira. Agora lo jui a buscar temprano al Cerdo Feliz, y allí me topé con don Lencho. No lu’e visto, me dijo. Desde hace meses que no viene al trabajo, me dijo.  De todos modos ya se acabó el año, me dijo, y cum’es navidá, hay llévese este pedazo de tunco, me dijo. Quizá está un poco salado para su gusto, me dijo. Creo que es un pedazo de nalga, de lomo, o no sé luques, me dijo. Nosotros lo hacemos en salmuera, me dijo; pero yo quiero que usté lo disfrute con su familia, me dijo. Y como a caballo regalado no se le mira el diente, eso es lo que nos vamos a hartar esta noche.

—¿Amá, amá y cómo lo va a preparar?

—Cocínelo horneadito o a las brasas, amá.

—Sí, mi hijo, sí. Vamos a comer rico esta noche.

—Pero, amá, hoy es navidá, invitemos a mi apá, y….

—Ya dejen de joder. Ya les dije que ni me mencionen a ese huevón.

Lleno de ira, don Anselmo olvidó su entusiasmo, sus sueños de redentor y sus buenas intenciones de celebrar la navidad. De pronto, sintió que flotaba por los aires, pero esto no le pareció extraño porque concentró toda su energía para gritar:

—¡Pues mirame, vieja bruja desgraciada. Las gracias debías de dar que yo me fijé en vos. Vieja greñuda, desgraciada, piojosa, igual que la Ciguanaba! 

Luego, quiso incorporarse, tomar el palo de la escoba para atacarla; pero las fuerzas lo abandonaron y cayó de bruces. Solo Canelo, el perro aguacatero ladró su caída.

Horas más tarde, Anselmo despertó en el antiguo comedor que la esposa y los hijos reconstruyeron con dificultad. El mundo entero daba vueltas. Y con asombro descubrió que estaba más débil que antes porque no lograba enfocar ningún objeto. Quiso incorporarse, pero una fuerza extraña le impedió mover su cuerpo. Entonces, llegó a la conclusión de que el licor estaba envenenado. Quiso pedir auxilio y por más que lo intentó no pudo articular ninguna palabra. ¡Qué clase de familia! ¿Acaso no conocían la misericordia?

La señora y los hijos estaban sentados alrededor de la mesa, cada uno con su guacal de atol shuco, la bebida más nutritiva que podía pagar aquella familia de escasos recursos. Todos estaban felices. Los hijos lucían elegantes: bien bañados, bien peinados y bien trajeados con la ropa dominguera.

—Amá, apúrese que tenemos hambre.

—Estate en juicio, cipote, que primero vamos a entrar en oración: Que Dios nos acompañe en esta cena. Gracias, Señor, por este pedazo de tunco guisado en salsa de alhuashte. Te pido por el bien de mis hijos y también por don Anselmo, bendecilo Señor, onde quiera que esté.

Anselmo se sintió conmovido. Era la primera vez en muchos años que alguien se expresaba así, con tanta ternura de su persona. Pero ese momento no duró mucho. De pronto recordó su pelea en el rastro, la ira en la mirada del matarife, sus palabras obscenas, la fuerza descomunal de sus brazos, los golpes que recibió al rodar por la colina, y….

La señora comenzó a cortar la primera porción. Don Anselmo sintió un dolor agudo que embestía su ser. Luego, poseída por un primitivo y desenfrenado deseo, la señora decidió hacer a un lado la cortesía, se apoderó de todo el trozo de tunco y le hincó sin piedad los dientes. En ese instante, don Anselmo, sintió que le rebanaban de nuevo las nalgas, mientras la señora exclamaba:

—¡MMM . . . ¡Qué rico está esto!….

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